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¿Qué revela la carta suicida de Violeta? El último verso de una vida pasional

La tarde se consumía a punta de vino y los últimos destellos de una memoria dura e implacable. Sola, como quizás no quiso estar, Violeta leyó por última vez la borroneada carta para su hermano Nicanor. 5 de febrero de 1967. Con la misma diestra con la que plasmara su último adiós, jaló del gatillo sobre su sien. Hoy recién sabemos qué escribió.


Por Miguel Fauré Polloni

 

 

Gilbert Favré, el francés que le hacía revolear el corazón de tanto en vez, ya no volvería. Su rústica carpa que quiso fogón permanente para el canto popular, hacía aguas por todos los flancos. No llovía, pero parecía que sí. Ya se lo había anunciado meses antes: “Si no haces lo que te digo, me voy a suicidar de verdad”. Favré decidió entonces marcharse a Bolivia. Nacía, como respuesta/protesta «Run-run se fue pa’l norte». ¿Fue el franchute el causante de la última bala? No: “Yo no me suicido por amor. Lo hago por el orgullo que rebalsa a los mediocres”

 

Violeta entonces encendió el fuego en su pecho y dijo basta. Ese domingo nublado por el vino de garrafa, sólo dejó sonar una sola canción desde su tocadiscos. Una y otra vez. «Río Manzanares, déjame pasar, que mi madre enferma, mi madre me mandó a llamar», replica. La Viola chilensis estaba molesta con sus retoños, quienes no apañaron suficiente su proyecto, obnubilados quizás por sus peñas santiaguinas que les dejaban más rédito. Su canto tenía entonces demasiado eco en la carpa de La Reina. «Ángel está prisionero. Isabel también. Carmen Luisa también, pero de la nebulosa. Y no como los anteriores huevoncitos grandes. Los deslumbran los encerados», señala en la carta.

 

La carta iba dirigida a su hermano antipoeta. Y para él van dirigidas las palabras más tiernas: «Pucha qué gran tipo es Nicanor. Sin él no habría Violeta Parra. Pero al pobre yo le escondo todo porque le rompe el corazón». Oculta por más de cinco décadas, hoy la conocemos gracias a la periodista Sabine Drysdale, quien escribió para el libro Extremas, de Ediciones UDP. Tal como pasó con el poema final de Víctor Jara, estos versos hallarán su propio camino. Uno de dolor y orgullo a la vez, cuyo preludio fue -ni más ni menos- que «Gracias a la vida» (1966).

 

Para terminar, el último sorbo al tinto amargo y un grito de bronca: «Me cago en los discursos de despedida. (…) Los revolucionarios clandestinos le han quitado una luchadora al país / No tuve nada. Lo di todo. Quise dar, no encontré quien recibiera». El punto final fue el estallido que nadie escuchó.

 

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