
«Más allá de los derechos» por María Pardo Vergara
Más allá de los derechos
María Pardo Vergara
La dignidad que exige el nuevo Chile toma la forma de demandas sociales: exigir dignidad es exigir pensiones dignas, viviendas dignas, salud digna, trabajos dignos. Y esas demandas sociales las hemos venido articulando en términos de derechos. A través del lenguaje de los derechos, hemos abierto un espacio para transformar y transformarnos.
En esta columna me gustaría plantear una invitación para seguir transformando, pero desde otro lugar: me parece que el discurso de los derechos sociales nos ha llevado lejos, pero es difícil que por sí mismo nos lleve tan lejos como podríamos llegar.
En Chile (y en el mundo) hace mucho tiempo que venimos exigiendo justicia a través del lenguaje de los derechos: decimos que todes tenemos derecho a recibir pensiones dignas; salud digna, etc. Sin embargo, cuando articulamos estas demandas en términos de derechos, la pregunta sobre qué es lo que ha dado lugar a la negación de nuestra dignidad parece quedar en segundo plano.
En este sentido, me parece que no podemos rectificar la negación de nuestra dignidad si no nos hacemos cargo de la situación que la ha hecho posible, que se puede resumir en la dilatación del poder de una minoría, y el debilitamiento del poder de la mayoría.
Más que hablar de derechos, entonces, quizás debiésemos estar hablando de poderes. Lo que queremos, al final del día es poder: poder-vivir; poder-hacer; poder-desarrollarnos. No se trata, eso sí, de reemplazar una palabra por otra: de decir poder allí donde decíamos derechos. Se trata de re-direccionar los esfuerzos.
Cuando pensamos las demandas sociales en clave de derechos, enfatizamos las posiciones individuales cuyas necesidades hacen necesaria la articulación de ciertas prestaciones. Pensar las demandas sociales en clave de poderes, en cambio, nos permite enfatizar las posiciones colectivas cuya agencia es capaz de articular respuestas a las demandas sociales.
Si adoptamos la perspectiva de los derechos, se abre un ámbito de discusión que lleva inevitablemente a la manera en que la socialdemocracia se ha hecho cargo de las demandas sociales. De este modo, la discusión se centra en la consagración de prestaciones exigibles a la administración del estado, que en último término podrán ser obtenidas recurriendo a los tribunales de justicia (ante los cuales, en todo caso, sólo algunes tienen el privilegio de reclamar).
Sin duda que este escenario podrá apreciarse como un triunfo en comparación con lo que actualmente tenemos, pero me parece a mí que con ello no nos habremos hecho cargo del problema de fondo: la falta de poder (el des-empoderamiento, si se quiere) del pueblo.
Por lo mismo, me parece que debiésemos estar prestando mayor atención a las posiciones colectivas que son o podrían ser capaces de articular el poder del pueblo para hacerse cargo de las demandas sociales. A este respecto, me gustaría poner de relieve dos lugares de articulación de este poder que me parece fundamental re-pensar de cara a la nueva constitución.
- Desde el punto de vista propio de la visión socialdemócrata, es el estado el agente llamado a articular el poder del pueblo y hacerse cargo de proveer las demandas sociales, que toman la forma de derechos sociales.
Adoptando esta perspectiva, en nuestro contexto, aparece en primer plano la necesidad de re-articular el poder del estado, para que se encuentre en condiciones reales de garantizar ciertas condiciones mínimas de dignidad para todes.
Ciertamente, lo primero será asegurarse de que más allá de operar como sus representantes, quienes ejerzan el poder del estado lo hagan obedeciendo al pueblo.
Sin embargo, también será fundamental re-diseñar la administración del estado, de manera tal que su estructura haga probable que los servicios públicos que proveen los derechos sociales lleguen directa y oportunamente a toda la población, sin tener que mediar la intervención de tribunales.
A tal efecto, y sin renunciar a una organización administrativa fuertemente descentralizada, habría que pensar en unificar la carrera funcionaria y la escala de remuneraciones de la administración; en ampliar las plantas, dando así a más funcionaries la seguridad laboral necesaria para aparecer como guardianes de la legalidad aún en contra de los designios del gobierno de turno; en reducir al máximo los cargos de exclusiva confianza, tanto en el nivel central como en los órganos descentralizados; y en reconfigurar el estatuto funcionario y los procedimientos administrativos para re-significar la labor de las administraciones como servidoras de las comunidades, ampliando así el espacio para la construcción dialógica de su acción.
Asimismo, habría que pensar en vincular constitucionalmente el ejercicio de la potestad tributaria del estado respecto de los grandes negocios que erosionan el poder de la mayoría, precisamente a su desagravio, afectando la recaudación de ciertos impuestos al financiamiento, por ejemplo, del sistema de pensiones y de salud.
- Pero también hay agentes que articulan el poder del pueblo más allá del estado, y en esto me gustaría detenerme un poco más.
Desde la perspectiva del relato propio de la tradición constitucional que heredamos del norte global, el pueblo no habla por sí mismo, sino a través de su representante: el estado. Este punto me parece importante, porque seamos o no conocedores de esa tradición, ella funda el sentido común constitucional.
Y es que esa tradición se construye sobre la base de la negación del poder del pueblo. Más aún, niega la pluralidad del pueblo, en su afán por articular una institucionalidad que represente al pueblo, en singular. Es decir, para poder ser representado, el pueblo es reducido a un cuerpo único, formado por un conjunto indiferenciado de individues, que aparece como antecedente de la constitución del poder estatal, y desaparece detrás de él.
Ahora bien, en los hechos, el pueblo plural nunca ha desaparecido, aun cuando tanto el poder del estado como el poder (vestido de derechos) de los agentes capitalistas se empeñen en negarlo. Hay, y siempre ha habido, una multitud de agentes capaces de articular el poder del pueblo más allá del estado. Y la cuestión que me parece que debemos plantearnos es cómo afirmarlos en el nivel constitucional en vez de negarlos.
Se trata, entonces, de potenciar aquel poder que irrumpió en las calles en octubre de 2019, y que ya existe en todos los intersticios de nuestra sociedad; se trata de proveerlo de más espacios, de más recursos, de más redes. El neoliberalismo no se puede combatir únicamente con más Estado. Incluso cuando son servidores del pueblo quienes encarnan las instituciones estatales, el poder estatal no puede ser suficiente.
En la tradición constitucional, sólo se permite la (re)aparición del pueblo cuando éste irrumpe en el espacio público, y tal irrupción sólo puede interpretarse como un emplazamiento para re-constituir el poder estatal que se ejerce a su nombre. Dictada la nueva constitución, desaparece el poder del pueblo: se atomiza e individualiza en los derechos políticos de cada une de les ciudadanes.
Este relato está tan arraigado, sobre todo para quienes ostentan la calidad de expertes, que a veces parece difícil de desarmar. Y, sin embargo, hoy por hoy en Chile muches somos de la opinión de que no basta con que el pueblo haya despertado: queremos que permanezca despierto. Me parece que esa intuición debe ser explorada mucho más allá de la necesidad (de todos modos, fundamental) de seguir manifestándose activamente en contra de la injusticia ya sea mediante la protesta o en virtud de los espacios en los que la opinión pública puede aparecer como fuerza política popular.
Es necesario potenciar las múltiples agencias que componen el pueblo plural: un pueblo que no desaparece detrás del poder estatal; y que, aunque ha sido persistentemente negado por la tradición constitucional, no tiene por qué serlo en una constitución que busque precisamente lo contrario a lo que ha buscado esa tradición: potenciar el poder de la mayoría, y contrarrestar el poder de una minoría.
Más allá de la manera en que se expresan a través del lenguaje de los derechos, las demandas sociales que hemos venido levantando y que asociamos a la idea de dignidad, dicen relación con una cuestión esencial, que sabemos que no ha sido la idea fundante de nuestras instituciones, pero debiese serlo: la producción y reproducción de la vida en común.
Más allá de los derechos, de lo que se trata es de preguntarnos ¿qué y cómo producimos?, ¿cuánto y cómo trabajamos?, ¿quiénes y qué nos informan?, ¿quiénes nos cuidan y cómo? En fin, ¿cómo convivimos?
Creo que la revuelta de octubre de 2019 vino a cuestionar las respuestas que los agentes capitalistas, en su complicidad con el estado, habían venido dando a esas preguntas.
En este sentido, no se puede soslayar la medida en que la autogestión, la acción colaborativa, las iniciativas comunitarias, las cooperativas e incluso el trueque han florecido en el último tiempo. Por supuesto que instancias de resistencia como éstas no alcanzan aún siquiera a rasguñar la posición dominante de los actores capitalistas, pero debemos preguntarnos si podrían.
Más allá de los derechos, entonces, la articulación de las demandas sociales depende del poder del pueblo. Por una parte, depende el poder estatal como representante del pueblo, porque si bien en el pasado ha sido el propio estado el que ha actuado en su contra, este proceso constituyente se presenta como una oportunidad para transformar el vínculo que une al pueblo y al estado, de manera tal que el estado aparezca no sólo como representante del pueblo, sino como su servidor.
Por otra parte -y esto es lo que me parece fundamental- depende del poder del pueblo plural, que desborda al poder del Estado, y que, en último término, proveído de suficientes espacios, recursos y vínculos, podría aparecer como un poder capaz de contribuir a contrarrestar el hasta ahora casi incontrarrestable poder de los agentes capitalistas.