
La última orden de Benjamín (*)
Por José Miguel Carrera
Primera Parte
Raúl Pellegrín y Cecilia Magni, máximos dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, FMPR, comandaron el 21 de octubre de 1988 el ataque y toma de cuatro poblados rurales hace ya 30 años, como única respuesta política y moral a la “transición política” que garantizó el paso de la dictadura a la democracia a finales del siglo XX en Chile, negociada espuriamente “en la medida de lo posible”, con beneficios judiciales, políticos y pecuniarios para los negociadores, sus instituciones y partidos políticos hasta nuestros días. Este escrito es un homenaje a Raúl y Cecilia, ellos fueron asesinados por carabineros días después, y a todos los combatientes, ayudistas y jefes del FPMR.
En octubre de 1988 el Frente Patriótico Manuel Rodríguez copó militarmente cuatro poblados a lo largo del país, Aguas Grandes, La Mora, Los Queñes y Pichipellahuén, además de realizar otras acciones armadas en varias ciudades. Mucho antes, durante una reunión sostenida en Santiago con Benjamín, o comandante José Miguel, como llamaban a Raúl Pellegrín, éste le había dicho que “hay una zona de muchas tradiciones combativas en Curanilahue, Tirúa, Lumaco, Traiguén, Nueva Imperial, Temuco hacia la costa…”.
Fue en ese encuentro en que Manuel recibió su nueva destinación, con la promesa planteada por Benjamín que “a la vuelta de unos meses, te contactaremos. Tu tarea es a largo plazo. Aquí tienes plata para el bus y unos pesitos más, por si nos perdemos”. Inmediatamente, Manuel pensó que debía hacer todo eso sin el apoyo del Partido Comunista y que sería difícil. Había que construirlo todo, buscar un lugar donde alojar, inventar la justificación de su presencia la zona, tratar de parecer una persona normal, no llamar la atención, buscar un medio de subsistencia, conseguir amigos, etc. Eso y un montón de cosas más era lo que significaba la orden de “Instalarse en un territorio”.
– ¿Alguna cosita más? –preguntó Manuel, abusando de su sentido del humor.
-Sí. Tenme charqui para cuando te vaya a visitar –contestó su jefe riendo–. Cómpralo en el Salto del Laja. Es súper bueno.
El tiempo había pasado; Manuel había logrado cumplir la misión e, incluso, había aprendido a cuidar chanchos y a fabricar súper ratones. Y un día llegó el mensaje largamente esperado: la Dirección Nacional del FPMR había decidido la fecha de la acción y lo habían designado jefe. Manuel estaba medianamente confiado en que sería incluido en las filas de los combatientes, pero le impactó saber que sería el responsable de toda la acción: entrar, tomar el pueblo, retirar las fuerzas, volver a la normalidad. Encarecidamente se le ordenaba que no debía tener bajas entre sus hombres; la misión era tomar control del pueblo, copar, neutralizar a las fuerzas represivas, propagandizar las ideas de la organización y retirarse limpiamente. La fecha también estaba clara: sería el día del plebiscito del 5 de octubre de 1988.
Poco después, un compañero mensajero le entregó un contacto para ir a recoger los medios que utilizarían en la operación. Manuel había dedicado los últimos meses a preparar la forma de recibirlos y decidió, como era la tónica de los jefes rodriguistas, recogerlos personalmente. Inició la caminata por una calle de la ciudad de Nacimiento, con la señal convenida, siguiendo las instrucciones que le llevara el mensajero. Su sorpresa fue mayor cuando se dio cuenta que quien iba a su encuentro, con su respectiva señal de normalidad, era el propio comandante José Miguel. “¿No te parece arriesgado haber venido en persona a buscar estos regalos?” lo saludó Benjamín mientras se le acercaba. “¿Y cómo estamos por casa?”, respondió Manuel, estrechándolo en un abrazo.
El día 4 de octubre estaba plenamente constituido el destacamento, compuesto principalmente por hermanos mapuche. Manuel sabía que eran buenos combatientes. La base contaba con todo lo necesario: área de dormida; almacén de medios, de cocina, de aseo, de ejercicios; pozos de tiradores y puntos de observación y vigilancia. Esa misma noche previa al plebiscito, muchos rodriguistas estuvieron acuartelados en distintas ciudades y montañas de Chile, preparados para el combate, convencidos que se concretaría el fraude y que su irrupción armada sería la respuesta. Pero aquello no sucedió. Manuel y los suyos, en una zona montañosa mapuche, con las fuerzas listas para actuar, escucharon las noticias que informaban del triunfo del “No”. Aquel era el único e improbable escenario en que debían suspender el ataque.
Una semana más tarde, Manuel estaba reunido con la Dirección Nacional del FPMR, y se pidió su opinión ante el nuevo escenario. Dijo, sin titubear, que a su juicio la operación debía realizarse de todos modos. Según su análisis, la situación de represión y el poder de la dictadura no habían cambiado.
–Todos los jefes de destacamento piensan como tú, –le dijeron–, pero esto no es solo una cosa de voluntad.
El jefe lo quedó mirando. “Mira, hermano, vamos a actuar y vamos a demostrar que no aceptaremos que se negocie la salida de la tiranía a espaldas del pueblo. Están negociando con el futuro de nuestro pueblo, se está transando todo. Manuel Rodríguez golpeará este octubre y el éxito de la misión de ustedes será parte de ese puño justiciero”, dijo.
Días más tarde, en un lugar de Purén, en la Cordillera de Nahuelbuta, Manuel reunió a su jefatura, compuesta por mapuche y afuerinos. Un compañero quedó encargado de coordinar un apagón eléctrico en Temuco; otro hermano recogería a un grupo que vendría del norte; y el resto partió a la zona de Capitán Pastene. Ya no tenían contacto con el resto del Frente a nivel nacional. Las cartas estaban tiradas. Según el plan largamente estudiado, para la toma de Pichipellahuén serían quince combatientes en la fuerza central y seis en la fuerza de apoyo combativo cercano. Estos últimos tendrían la misión de cortar el acceso al pueblo y actuarían de modo independiente de la fuerza central, lo que impedía el apoyo externo al retén de Carabineros y aseguraría la salida de la columna la zona. Otros seis brindarían el apoyo distractor cerca de Temuco. La noche del 19 de octubre regresó a la base el hermano encargado de recoger al grupo del norte, pero llegó sin ellos. Nadie supo nunca qué había sucedido con esas fuerzas, pero obligó a cambiar los planes. La fuerza central quedaría compuesta por solo diez combatientes: seis integrantes sin experiencia previa y cuatro con formación militar. De estos últimos, dos contaban con formación regular y dos con formación irregular. “Puede que sea una locura”, les dijo Manuel, “pero aunque hubiéramos llegado dos, o uno, tendríamos que cumplir nuestra misión, eso no está en discusión”. Llegó el momento de la partida. Despidieron a los compañeros de la fuerza de apoyo, todos mapuche. Cumplirían su misión, no cabía duda. Manuel estrechó a cada uno de ellos, “tu suerte es la mía hermano”, expresado en un abrazo.
–Jefe, mi gente quiere despedirnos, –le dijo un oficial mapuche.
– ¿De qué estás hablando?
–Sí, jefe. Desde que nos decidimos a actuar, ellos nos han estado apoyando y su fuerza va con cada uno de nosotros, incluso con ustedes, que no son mapuche, –explicó.
Los afuerinos se miraron entre sí, sin saber qué responder, pero de pronto se vieron rodeados por una gran cantidad de personas de todas las edades. Manuel formó al grupo. Estaban armados y se cuadraron frente a todos. La luna estaba muy clara, se veían los rostros. Una Machi, con vestido tradicional, agitaba una rama de canelo mientras cantaba y sacudía las hojas encima de las cabezas de los combatientes. Luego, un hombre mayor, una autoridad, fue el único en tomar la palabra en esa ceremonia inesperada. “No fallen. Mantengan la calma, eso les hará pensar bien. Todos estamos con ustedes, la naturaleza los cuidará”. Luego comenzó la caminata de aproximación. El paso del guía era rápido pero llevable. Cada combatiente vestía uniforme verde olivo, portaba su fusil, el alimento personal y un par de buenas botas de goma. Llegaron al amanecer del 20 de octubre a las inmediaciones del objetivo, organizaron el campamento, prepararon los explosivos y esperaron. Habían estudiado largamente la rutina del pueblo. Conocían su vida cotidiana, el retén, el vehículo policial. Todo estaba tranquilo. Atacarían de noche el 21 de octubre.
Llegado el momento, se dividieron en dos grupos que mantendrían contacto visual. Mientras se acercaban al pueblo comenzó a llover de una forma impresionante. Quedaron empapados inmediatamente y hacía mucho frío. En el trayecto se cruzaron con algunos lugareños, pero la lluvia y la noche los protegían. En la casa aledaña al cuartel, encendieron la carga potente y dos hermanos la lanzaron al techo de tejas del cuartel, con excelente puntería. Por la ventana del cuartel se asomó un policía, los miró con espanto y se ocultó. Seguramente el ruido del golpe de la carga en el techo lo había alertado. Con preocupación, los combatientes miraban hacia el techo, pero no veían humo. Fueron minutos interminables. De pronto sintieron la explosión. Todo el techo voló por los aires. De acuerdo al plan, Manuel corrió en dirección a la puerta del cuartel mientras los otros hermanos ocuparon puestos laterales. Empezó a disparar parado frente a la puerta, sin recibir fuego en respuesta. Se apagaron todas las luces en las casas del pueblo, que tenía una ancha calle principal. El cuartel estaba destruido. La columna irrumpió en el retén para constatar que los policías habían escapado por la puerta. Los hermanos mapuche empezaron a gritar consignas en su lengua. Estaban enardecidos. “¡Viva Leftraru!, ¡Leftraru, somos tus hijos!”. Los afuerinos gritaban todo tipo de consignas. La madre de Pinochet fue la más mentada. No paraba de llover. “Bendita la lluvia”, se decía Manuel; era la naturaleza que los protegía. Pero, a la vez, los volantes que lanzaban al aire quedaban embarrados inmediatamente. Avanzaron por la única avenida en dirección a la escuela y después siguieron más allá por la calle principal. Habían cumplido la misión: tenían control del pueblo y las fuerzas represivas se habían hecho humo. Manuel ordenó la retirada. Debían lograr una distancia considerable antes que amaneciera. Salieron en columna del pueblo y, luego de unas horas de marcha, se reunieron en un círculo bajo la lluvia. Sin decir palabra, se despidieron con la mirada. Cuatro en una dirección y seis en otra. La emoción los embargaba. Los ojos de Manuel estaban más que acostumbrados a la oscuridad de la noche del sur de Chile. Le maravillaba el perfume de la tierra y la vegetación después de la lluvia, muy distinto al aroma que había conocido en los campos de Cuba y Nicaragua, o del mismo Santiago. Ese olor a humedad le provocaba respirar hinchando profundamente los pulmones. Eso siempre le daba fuerza. Por tener ese aire envidiaba a los compas mapuche que había conocido durante su formación político militar en los años setenta. Al oficial Moisés Marilao, formado en Cuba y que murió intentando escapar de una comisaría de Temuco el año 1984, siendo combatiente clandestino del Frente, y a tantos otros peñis. “¿Cómo no haber nacido en esta zona?”, se decía siempre Manuel. Era aún de madrugada y habían pasado algunas horas desde la emotiva despedida con los compañeros mapuche de la columna. Manuel había aprendido que la diferencia entre retirarse y arrancar de una acción consistía en la planificación de la misma. Mientras más preparada era, más segura era la retirada. Estaban calculados el tiempo, la ruta, la dirección y, lo fundamental, es que conocían las estrellas del cielo del sur, las mejores guías en una caminata nocturna, como la que ellos venían realizando.
Llevaban varias horas de camino, guiados únicamente por esas estrellas. Caminaban a paso rápido hacia el punto de descanso y ocultamiento previsto, al que tenían que llegar antes que apareciera la luz del alba de ese mes de octubre. En la ruta evitaban los caminos principales y los lugares cercanos a pueblos y caseríos, para no ser vistos y no llamar la atención de los perros, que representaban un gran peligro, pues huelen al forastero, saben olfatear incluso el miedo en las personas, algo que no podían negar que llevaban muy encima. La ventaja que tenían Manuel y sus compañeros era que venían empapados de frío y de lluvia. A esa hora, los que ahora formaban la columna eran solo afuerinos, no mapuche, lo que significaba que no tenían ninguna cobertura que justificara su presencia en esos lugares y que, de ser detectados, los obligaría a entrar en combate, asunto que querían evitar a toda costa. Las fuerzas enemigas eran numerosas, estaban compuestas por militares, carabineros y contaban con el apoyo de civiles armados, montados a caballo: los dueños de los fundos.
(*) Capítulo del libro “Somos tranquilos, pero nunca tanto…” publicado por Ceibo Ediciones en octubre de 2013. Autor José Miguel Carrera.