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La condena a Lula y la disputa por un nuevo ciclo estatal en Brasil (II Parte)

Revista De Frente, presenta el segundo de tres artículos de João Telésforo, donde analiza las condiciones sociales y políticas que posibilitaron el golpe del Estado en Brasil y la condena al Ex Presidente, Lula Da Silva.

 

 

Ver parte I: La condena a Lula y la disputa por un nuevo ciclo estatal en Brasil I

 

 

El anquilosamiento del campo democrático popular

 

El golpe de 2016 fue posible porque el campo democrático popular, liderado por el PT, ya no tenía la misma fuerza social y militante de los años ochenta, cuando logró imponer algunos avances importantes en la estructura de la nueva República que se condensó en la Constitución de 1988 (aunque la Asamblea Constituyente tuviera una mayoría liberal-conservadora), ni en los noventa, cuando logró bloquear parcialmente las reformas neoliberales.

 

Distintos factores contribuyeron a la pérdida de fuerza de ese campo. Uno de los discursos críticos más usuales es que su llegada al aparato de Estado generó una acomodación burocrática que se reflejó en el creciente alejamiento de la lucha social y de la construcción de organización de base. En los análisis más profundos, se apunta que esta situación no ocurrió simplemente desde las victorias presidenciales de Lula y Dilma, sino que por efecto del acúmulo de mandatos legislativos y gobiernos locales, desde los años 1990. Sin menospreciar la importancia de esta dinámica, otros factores también deben ser considerados, en una reflexión que busque sentar bases para la reorganización de la izquierda.

 

¿Cómo el nuevo patrón de reproducción del capitalismo brasileño, exportador de especialización productiva, con sus efectos de desindustrialización, afectó las condiciones de organización del sindicalismo forjado en el periodo de la redemocratización (liderado por la Central Única de los Trabajadores, la CUT)? En el año 2013, más de dos mil huelgas de trabajadores se desarrollaron en Brasil, récord que incluso hizo superar las 1962 de 1989, de acuerdo con el Departamento Intersindical Estadística y Estudios Económicos (DIEESE). Sin embargo, de esta cifra, llama la atención el significativo aumento de las huelgas en categorías de trabajos precarizados y sin gran tradición de organización sindical, como lo es la subcontratación en el sector de servicios. La importante huelga de los barrenderos de Río de Janeiro, durante el carnaval de 2014, ha sido un símbolo de ese proceso. Así como muchas otras de perfil similar, fue una huelga “salvaje” o “espontánea”, hecha contra la dirección “pelega” del sindicato. El proceso de reorganización está muy por debajo de la intensidad de la movilización – y esto no ocurre simplemente en el mundo laboral, como evidenciado en las protestas de Junio de 2013.

 

Otro fenómeno importante en las últimas décadas fue la transformación de la Iglesia Católica brasileña, simultánea al fuerte crecimiento de las iglesias evangélicas. Las comunidades eclesiales de base, bajo la influencia de la teología de la liberación, esenciales en la fundación y el crecimiento del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST), sufrieron una fuerte desarticulación por parte del Vaticano, en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Al mismo tiempo, crecían las religiones evangélicas, en especial las neopentecostales, omnipresentes en las periferias de las grandes ciudades brasileñas. El PT incorporó a gran parte de ese sector a su base de gobierno, mediante acuerdos con sus cúpulas liberales-conservadoras, que importaron de los Estados Unidos la “teología de la prosperidad” y la táctica política de las “guerras culturales” contra pautas libertarias. Suponer que los adeptos de esas denominaciones cristianas sean puros conservadores sería un grave error, pero todavía no hay una corriente organizada de izquierda por dentro de sus estructuras.

 

Finalmente, las entidades tradicionales del movimiento estudiantil – la Unión Nacional de los Estudiantes (UNE), la Unión Brasileña de los Estudiantes  Secundarios (UBES) y las muchas Federaciones de Estudiantes (DCEs) de las distintas universidades del país – ya no tienen el protagonismo que tuvieron en otros momentos de la historia del país; brillaron por su inexpresividad, por ejemplo, en el levantamiento de los y las jóvenes de Junio del año 2013. Los aparatos del movimiento ya no conseguían exprimir con vigor los conflictos, subjetividades y formas de organización de la juventud de las nuevas clases trabajadoras.

 

 

Junio de 2013: irrupción destituyente y crisis de legitimidad

 

Junio de 2013 expresó la irrupción caótica no solamente de los jóvenes de las clases medias tradicionales, sino que también de esa nueva juventud de la clase trabajadora, hija del lulismo, que presionaba los límites de su inclusión social y política periférica.

 

La revuelta nació contra el aumento de la tarifa del transporte público, y se masificó nacionalmente contra la represión policial a esa movilización y los impactos negativos de la organización del Mundial de Fútbol del año siguiente. Luego explotó en la reivindicación por mejores servicios públicos y en un conjunto diversificado y contradictorio de discursos y acciones de impugnación: a la corrupción de la política, a los bancos y otros símbolos del poder económico (atacados por las muchas acciones “black bloc” que se multiplicaron en aquel momento), a los grandes medios de comunicación (a los que se contraponía la autocomunicación de masas por las redes sociales). No había un discurso estructurado en la calle, pero de esa polifonía emergía la impugnación de las juventudes a un sistema político y económico concentrador, corrupto, violento y sordo a sus demandas.

 

La crisis de representatividad no era solamente del Estado. Ningún partido político ni movimiento social organizaba, en aquel momento, el antagonismo social multitudinario que inundaba las calles. El campo democrático popular, que desde los años 1980 aglutinaba las fuerzas más dinámicas de la sociedad brasileña, ya no tuvo esa capacidad, pero no se veía la emergencia de un bloque social y político alternativo. La fuerza destituyente de Junio generó un vacío de legitimidad que hasta ahora, en el año 2018, sigue abierto.

 

Los grandes grupos de la prensa oligárquica, como la Red Globo, intentaron desmovilizar aquellas protestas de Junio de 2013, en sus primeros días. Luego han percibido, sin embargo, que eso no era posible – la irrupción callejera era un hecho material incontrolable –, pero que, por otro lado, el carácter inorgánico del levante posibilitaba disputar sus sentidos, sobre temas tan amplios como la indignación con la corrupción (que se puede articular en claves discursivas distintas: fascista, liberal, democrática radical, anticapitalista, etc). No se puede comprender la fuerza política de la “Operación Lava-Jato” sin Junio de 2013. Primero, porque el sistema de representación política no se recuperó de aquella convulsión; su debilidad fue aprovechada por sectores que actuaron para ampliar su propio poder, como el Ministerio Público, las policías y el Poder Judicial (y luego, los militares). Segundo, porque la fuerza destituyente de masas de aquel momento, de carácter ideológicamente abierto y contradictorio, fue explotada también por grupos de la derecha, que convocaron – con fuerte apoyo de los grandes medios – a grandes movilizaciones en el periodo 2015-2016, que manejaban un discurso anticorrupción genérico para defender la destitución de la ex-Presidenta Dilma y la prisión del ex-Presidente Lula.

 

Junio de 2013 no cambió de modo directo la correlación de fuerzas, en Brasil, y por eso es un gran error tanto idealizarlo como echarle la culpa por el ascenso de la derecha y el golpe. Lo que pasó es que aquellas protestas fueran un síntoma y también un factor de precipitación de la crisis terminal del Estado condensado en la Constitución de 1988 – de sus cánones y procedimientos de legitimación del poder, de las fuerzas sociales y bases materiales que le sostenían en su subterráneo. La coyuntura ha adquirido, por lo tanto, una nueva calidad, y era necesario adaptarse para actuar en ella – para proponer una salida constituyente, y no la recomposición de lo que no se podía recomponer, en un momento de crisis del capitalismo global y de su forma estatal representativa plutocrática.

 

La primera respuesta de la entonces Presidenta Dilma Rousseff a las protestas de Junio de 2013 fue precisamente proponer “el debate” sobre la convocación de un plebiscito para que el pueblo decidiera la instalación de una Asamblea Constituyente con el propósito de realizar la reforma política. Esta idea, que sectores del PT y de la izquierda defendían desde la crisis del “mensalão”, en 2006, como respuesta democrática a la corrupción sistémica de la política, fue el único elemento de abertura al cambio estructural, por parte de Dilma, en aquel momento. El problema es que Dilma retiró la propuesta un día después, al encontrarse con la obvia resistencia del establishment, incluso de los partidos conservadores de su propia base aliada – a comenzar del entonces Vicepresidente de la República, un tal Michel Temer, que declaró públicamente que la Constituyente era “desnecesaria e inviable”.

 

No había como mantenerse al lado del poder instituido y simultáneamente aliarse a la fuerza ciudadana que se oponía a él. La opción del gobierno fue la de seguir aferrado a los dos elementos constitutivos de la estrategia lulista, según la caracterización del científico político y militante petista André Singer, en libro de 2012: el “reformismo gradual” y el “pacto conservador”.

 

Con el retiro de la mesa, en 24 horas, de la propuesta de discusión de una Asamblea Constituyente, restó como contenido progresista, en el discurso de la Presidenta, reiterar proyectos ya en curso, como la destinación de los royalties del petróleo a la educación. Medida importante, que finalmente fue aprobada, pero que no respondía a un efecto inmediato de las protestas.

 

El gobierno no intentó aprovechar la energía de aquel Junio para democratizar las estructuras de poder y de riqueza. Todo el contrario, la Presidenta afirmó como su “primer pacto”, en aquel momento, el compromiso con la “responsabilidad fiscal”, entendida en los hechos como retracción de la inversión pública, una marca de su gobierno (distintamente del segundo mandato del Presidente Lula), como apuntaron los economistas Franklin Serrano y Ricardo Summa, de la Universidad Federal de Río de Janeiro. La apuesta económica fue de enormes subsidios y exoneraciones fiscales al capital privado, lo que resultó en retumbante fracaso: los empresarios básicamente pusieron la plata en sus bolsillos, para aumentar sus tasas de ganancias, y no se generó crecimiento. Tras el fracaso de su política de restricción de la inversión pública, Dilma cedió a las presiones del rentismo para redoblarla, con el severo ajuste fiscal de 2015, que además de sus efectos sociales nocivos, produjo un mayor debilitamiento de la capacidad del gobierno de llamar el pueblo a oponerse al golpe.

 

 

 

Menos consenso, más coerción: la hipertrofia del Estado penal-policial

 

Hubo un tercer elemento importante en el mensaje de la Presidenta al país, el 21 de junio de 2013: la reproducción del discurso de la prensa, de legitimación de la violenta represión policial a las protestas. Mientras declaró que escuchaba el mensaje “pacífico y democrático” de la calle, Dilma afirmó que no se podía aceptar “una minoría violenta y autoritaria”, que buscaba “llevar el caos a los grandes centros urbanos”. Los ciudadanos tienen el derecho de manifestarse de manera “pacífica y ordenada”, dijo Dilma, “bajo los primados de la ley y de la orden”; sin embargo, “los órganos de seguridad pública tienen el deber de cohibir, dentro de los límites de la ley, toda forma de violencia y vandalismo, que avergüenza a Brasil”.

 

La condena a la rabia social que desbordaba en la acción espontánea de una pequeña parte de los activistas, contra ventanas de bancos o concesionarias de autos, contrasta con la ausencia de cualquier crítica de la Presidenta a la sistemática y violenta represión policial al conjunto de las movilizaciones. Una semana antes de aquel pronunciamiento, el 14 de junio de 2013, 5 militantes del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) fueron tomados presos por la policía en Brasilia (gobernada por el PT), en una manifestación pacífica contra los impactos negativos de la organización del Mundial de fútbol al derecho a la vivienda; el día 13, la policía de São Paulo reprimió violentamente una protesta contra el aumento de la tarifa de los transportes, dejando en estado grave a un fotógrafo de la prensa, que perdió un ojo producto del impacto de un balín de goma.

 

Fue justamente la reacción ciudadana a la violencia policial a esas primeras marchas lo que generó la impresionante masificación nacional de la ola de protestos. Había un amplio espacio social, ideológicamente transversal, para proponer un cambio en la lógica y la estructura militarizada de la policía. No obstante, el gobierno no solo no aprovechó la oportunidad, sino que caminó en la dirección contraria: bajo el pretexto de garantizar la seguridad de los mega eventos, sobretodo el Mundial de Fútbol, envió la Fuerza Nacional para reforzar el aparato de represión a las protestas en 5 estados; hizo aprobar en el Congreso, en julio, una Ley de organizaciones criminosas que poco después se aplicaría para criminalizar activistas con más dureza; banalizó la utilización del Ejército para actividades de policía en la calle, sea en favelas de Rio de Janeiro o contra manifestaciones; movilizó de modo permanente las Fuerzas Armadas, Policía Federal y Agencia Brasileña de Informaciones (ABIN, heredera del Servicio Nacional de Informaciones de la dictadura) para la “cooperación” con las policías de los estados, en actividades como la vigilancia de las protestas en las redes sociales y la infiltración en los movimientos sociales.

 

Entre los muchos productos de esa política, estuvo la prisión arbitraria de 23 activistas en la víspera de la final del Mundial de fútbol, en julio de 2014, a partir de un testigo de un policía de la Fuerza Nacional, infiltrado en las protestas. Uno de esos presos políticos, Igor Mendes, se quedó casi 7 meses en la cárcel, hasta 2015. En marzo de 2016, a solamente dos meses de ser suspendida de su cargo, la ex-Presidenta sancionó la “Ley Antiterrorismo”, nuevamente bajo críticas de los movimientos sociales, porque, con sus tipos penales abiertos, puede ser utilizada para criminalizarles de modo draconiano.

 

Durante sus años en el gobierno, el PT usualmente justificaba que no se podían realizar las reformas reivindicadas por los movimientos populares porque no había la correlación de fuerzas necesaria. Pero la realidad es que existió un continuado esfuerzo de las administraciones del partido para desactivar el conflicto social, incluso violentamente. Esto claramente actuó como una de las razones para que no se cambiara esta correlación en favor de las demandas históricamente empujadas por el pueblo.

 

La escalada de luchas y la crisis de legitimidad llevaron el sistema de dominación a depender cada vez más de los instrumentos de coerción, para asegurar el disciplinamiento de los grupos subalternizados e insurgentes. El compromiso del gobierno con la defensa del orden le estaba pasando la cuenta: no bastaban las alianzas clientelistas con las oligarquías, sino que había que reprimir, cada vez más, la protesta social.

 

El resultado del endurecimiento penal y de las inversiones en los aparatos de seguridad, bajo una lógica militarizada, no fue la reducción de la violencia. Por el contrario: en el año 2015, más de 58 mil brasileños fueran víctimas de homicidios; en 2016, el número superó los 60 mil – la gran mayoría, jóvenes negros, de las periferias urbanas. La policía brasileña es la que más mata en el mundo; su actuar es parte del problema, no de la solución.

 

De modo irónico, aunque no sorprendente, la hipertrofia del Estado penal-policial y militarizado se volvió también contra la resistencia al impeachment. En septiembre de 2016, 21 activistas que iban a una marcha contra el golpe, convocada por las Frentes Pueblo Sin Medo y Brasil Popular, fueron detenidos y enjuiciados a partir del testimonio de un capitán del Ejército, infiltrado entre ellos. Descubierta la infiltración por los activistas y la prensa, el comando del Ejército declaró que el procedimiento fue regular, en el marco de la operación de “garantía de ley y orden” que ocurrió con el pretexto de garantizar la seguridad durante las Olimpiadas – la repetición y ampliación, ya con Temer, del modus operandi que se había utilizado en el gobierno Dilma.

 

Eso no significa que, con Temer, tenga ocurrido simplemente la continuidad lineal de la tendencia preexistente de crecimiento de la militarización del Estado. Con la reciente intervención federal militar en la seguridad pública del estado de Río de Janeiro, se produjo un salto cualitativo en ese proceso. El gobierno golpista cruzó una línea roja muy peligrosa: los militares ya no actúan solamente en la “cooperación” con la policía, sino que se les entregó directamente el mando de la política de seguridad de ese estado miembro de la federación brasileña – en materia de seguridad pública, el gobernador de Río de Janeiro ahora está formal y efectivamente sometido al general interventor. La cúpula del Ejército empieza a moverse para intentar ejercer una explícita tutela de las decisiones políticas de las instituciones, además, como visto en sus amenazas públicas (aunque veladas) de intervenir para que Lula no sea candidato a la Presidencia de la República, caso el Supremo Tribunal Federal no lo impida.

 

La ejecución política de Marielle Franco, concejal del PSOL de Río de Janeiro, el último 14 de marzo – cuando ya había empezado la intervención federal militar allí –, fue un hito todavía más grave. Marielle era una mujer de la favela de la Maré, negra y bisexual, lideresa importante de la nueva generación de luchas del pueblo, intelectual que estudió críticamente la política de seguridad pública. Denunciaba constantemente la violencia de la policía y de las milicias – profundamente infiltradas en el Estado –, luchaba por derechos humanos y dignidad para la favela. Pasadas tres semanas, las fuerzas de seguridad no elucidaron, hasta el momento, quienes y por cuales razones asesinaron a Marielle y a su conductor, Anderson Gomes.

 

Durante los gobiernos petistas, los aparatos represores funcionaron contra las luchas de los movimientos populares y las organizaciones de izquierda, pero no contra la derecha que marchó por el impeachment. Una de las razones para esto es el sesgo ideológico de la propia estructura y doctrina de esas instituciones, que no cambiaron durante los 30 años de régimen pos-dictatorial en Brasil – como denunciaba, justamente, Marielle.

 

Además de la policía y de las cárceles, el sistema penal está conformado también por la fiscalía, el poder judicial y los grandes medios de comunicación, que construyen y legitiman las identidades sociales y políticas que a sus ojos deben ser criminalizadas. Estos actores tuvieron un peso decisivo en el golpe: no solamente en el impeachment contra Dilma, la persecución a Lula y la represión a las protestas, sino que también en el apoyo a la agenda programática de eliminación de derechos y privatizaciones.

 

Tampoco se debe ignorar que los gobiernos petistas dieron continuidad a las políticas de “cooperación” y formación de militares, jueces, fiscales y policías en los Estados Unidos, e importaron instrumentos del lawfare americano, como el fortalecimiento de las “colaboraciones” o delaciones premiadas. Reducir la Operación Lava-Jato y el golpe a una gran conspiración de Washington sería tan irrealista como ignorar la importante participación directa e indirecta de Estados Unidos en distintas etapas de ese proceso. Se hace urgente pensar la democracia geopolíticamente (según propone Luis Tapia), para superar el neocolonialismo que estructura nuestras instituciones.

 

Si algo hay que aprender de la derrota del PT y sus dramáticos efectos para el pueblo es la necesidad de la profunda transformación o destrucción de los aparatos del sistema penal. Es necesario avanzar hacia la desmilitarización de la vida, producir una profunda reforma de las policías y superar el paradigma de la prisión como respuesta a los problemas sociales. Enviar a políticos e incluso a algunos grandes empresarios a una temporada en la cárcel, como lo hace – selectivamente – la Operación Lava-Jato, finalmente no ha servido a ninguna transformación de fondo en las estructuras de poder y riqueza en el país. Constatarle no significa defender la impunidad de la vieja casta, tampoco menospreciar la importancia del combate a la corrupción, sino que vincularle a cambios mucho más profundos, y avanzar en los sistemas comunitarios de comunicación, seguridad pública y administración de la justicia, bajo el control autónomo del pueblo – del común.

 

 

Contacto: mf.telesforo@gmail.com

 

Fuente de imágenes: nodal.am; es.amnesty.org

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