
«La alocación existencial y su insoportable persistencia»: por Arturo Moreno Fuica
Por Arturo Moreno Fuica
Debo aclarar inmediatamente que la palabra alocación, que uso en el título de estos comentarios, oficialmente no es parte de nuestro vocabulario. Mientras que el término es utilizado en otros idiomas, la Real Academia Española ‒ hasta el momento de escribir este texto ‒ sencillamente no lo establece. La palabra tiene su origen en la expresión latina “allocare”, cuya acepción es “ubicar, situar algo o a alguien”. Las expresiones que normalmente utilizamos para hacer uso de este significado son “asignación”, “reparto” o “distribución”, alcances que, por cierto, contiene el término alocación en todos los idiomas que lo consideran. Aquí deseo apostar a una posible futura castellanización oficial de la palabra y arriesgarme a usarla en estos comentarios.
Con los términos aquí expuestos no nos deberíamos sorprender que el vocablo alocación se haya instalado como la pregunta en la Economía Política. El fundamento epistemológico para la gestión alocativa de esta disciplina es simple, pero contundente: las necesidades humanas serían ilimitadas y la capacidad de producción de bienes y servicios para satisfacerlas sería restringida. El tener que gestionar la escasez producto de esta asimetría es lo que justifica la organización de un orden para regular la asignación. Es muy importante entender que, junto a su gestión distributiva, otra tarea asumida por esta ciencia es intentar establecer fundamentos normativos para poder respaldar las parcialidades que se tengan que adoptar en las formas de asignación elegidas. Dicho con otras palabras, para la Economía Política no se trata sólo de la “colocación” de los bienes y servicios creados, sino también del establecimiento de razonamientos que hagan que las injusticias resultantes del proceso de reparto sean aceptadas; en el mejor de los casos, incluso, por aquellos que las tienen que soportar.
Es de Perogrullo señalar que esta asimetría ‒aparentemente tan elemental que no necesitaría demostración‒ pierde su gravitación axiomática si planteamos los siguientes cuestionamientos. ¿Realmente todas las necesidades humanas son ilimitadas? ¿Es lo mismo lo-que-yo quiero y lo-que-yo-necesito? Todas las así llamadas necesidades ¿son realmente “necesarias” para el ser humano? Pero nos llevaría muy lejos referirnos a estas ya antiguas preguntas. De todas maneras habría que indicar que una respuesta negativa a este tipo de interrogantes no implicaría desconocer que la existencia humana esté fácticamente dominada por necesidades. La verdad es que el manantial que alimenta el ejercicio de las críticas es más bien la cuestión sobre el precio que se paga por liberarnos de ellas. Y, sin querer ponerme patético, la Historia nos ha enseñado reiteradamente que la libertad ha sido muchas veces el precio exigido por dicha liberación.
El lector se habrá percatado que con lo dicho hasta ahora pareciera que en las discusiones alocativas estaría en juego únicamente la pregunta de cómo repartir bienes. Si fuese así, las políticas de distribución asumirían sólo problemáticas de la dimensión material de la vida de las personas. No obstante, lo que se ha escondido detrás del velo de muchas decisiones alocativas ha sido también el destino de la vida ‒entendida ella ahora biológicamente‒ de individuos o de grupos humanos específicos. Debido a experiencias concretas nos cuesta mucho creer que la pregunta de “quién vive y quién no” aparezca únicamente en “situaciones límites” (Karl Jaspers) o bajo el imperio de un “estado de excepción” como la guerra (Carl Schmitt). Ya hace mucho tiempo saltan a nuestros ojos claras señales que nos muestran que en nuestra cotidianidad de “tiempos normales” el poder estatal ejercita su soberanía disponiendo abierta y constantemente de la desnuda existencia (Hannah Arendt) de las personas. En medio de este contexto el discurso cognitivo predominante ya no logra tan fácilmente transferir a nuestro sentido común el convencimiento de que las decisiones sobre asignación y reparto sólo comprenderían cuestiones de las formas materiales de la vida (bios), nunca de la existencia biológica (zôê)de los ciudadanos. Pero discursos más, discursos menos, es un hecho de que vivimos hace mucho tiempo en una “normalidad” sujeta sistémicamente a un raciocinio de distribución de neta existencia. En este sentido, nuestro actual “escenario viral” sólo ha sincerado las consecuencias últimas de dicha normalidad predominante.
Es cierto que para muchos esta crítica puede parecer carente de novedad. Sin embargo, creo que la singularidad actual del estado de las cosas está más bien en la amplísima comprensión que ha alcanzado el fenómeno. Ya antes del COVID-19 habíamos llegado a un estadio donde el problema había dejado de ser la preocupación de unos pocos observadores perspicaces o de algunos lúcidos pensadores rebeldes. En otras palabras, una crítica, que en el pasado había sido ejercitada exclusivamente por intelectuales, ha pasado a constituirse en una angustia patente de una mayoría. ¿La razón de esta traslación? Simplemente vivencias concretas ‒ en ningún caso posiciones ideológicas ‒ padecidas por muchos ciudadanos en su cotidianidad. Y todo esto hace mucho tiempo. La nefasta situación de vida en numerosas zonas rurales producto del derecho del uso de las aguas, los golpes de la legalidad contra las fuentes de trabajo de los pescadores artesanales y sus familias, las siniestras condiciones de vida de los niños a cargo un organismo gubernamental como el Servicio Nacional de Menor eso la trágica realidad del sistema de salud pública son algunos claros ejemplos del alcance existencial que han llegado a tener las experiencias alocativas para sujetos y grupos específicos de nuestro país. Se trata de la continuidad de políticas que han concertado el establecimiento de “zonas de sacrificio” desde casi todos los ministerios. Creo que no es necesario señalar, que el concepto “zonas de sacrificio”, que apareció en el escándalo público generado por los hechos en la región de Quintero, involucra explícitamente a grupos de seres humanos y, por ende, estrictamente se debería usar el término “sacrificios de vidas humanas”. ¿Debería sorprendernos que con el COVID-19 hayan aparecido discursos en pro de estrategias alocativas focalizadas en ciertos grupos humanos ‒ como ancianos, enfermos crónicos e, incluso, personas encarceladas ‒con tanta naturalidad? La verdad es que en ningún caso, si consideramos fríamente el contexto previo en el que nos movíamos.
Observemos todo este conflicto por la existencia desde otra perspectiva.
La mayoría de los economistas se consideran responsables de la cuestión de la eficiencia. Su búsqueda no sería origen de conflicto, si para acercarse a ella no se debiera de recorrer el camino de priorizar. ¡Que quede claro! Para priorizar, verdaderamente, hay que, primero, clasificar en categorías y, después, discriminar, pasos constitutivos de la metodología alocativa. Por lo mismo, muchos economistas neoliberales no se cansan en declarar, con cierto desdén muchas veces, que la pregunta de la justicia en ningún caso puede ser su prioridad. Es más, ven a este principio, no pocas veces, como interferencia para lograr su meta esencial. La verdad es que bajo los parámetros neoliberales tienen buenas razones para pensar así, pues cuantos más aspectos de justicia se consideren en los actos para establecer prioridades, más ineficiente se volverá el resultado de la alocación. Digámoslo abiertamente: ¡y salvar vidas puede ser en muchos casos extremadamente ineficiente! Por favor, no se trata aquí de acusar a los economistas liberales de potenciales asesinos, sino de mostrar simplemente bajo qué parámetros deciden y qué se paga ‒ no pocas veces ‒ por el éxito que nos traería el imperativo de su eficiencia.
Sin embargo, en nuestro contexto lo que es criticable es cuando los representantes de esa misma racionalidad económica exigen pura irracionalidad económica al esperar que, por ejemplo, pacientes graves y sus familiares no quieran maximizar el uso de las alternativas a favor del aumento del bienestar de su salud individual o, derechamente, de sus perspectivas de supervivencia. ¿Por qué deberían desistir del uso de posibilidades para extender la utilidad de todos los medios y recursos existentes en beneficio propio? Esta pregunta podría ser respondida acudiendo al principio de solidaridad con quienes tienen una chance de supervivencia mayor o real. Sin embargo, la solidaridad no es constitutivo de la actual estructura normativa que sustenta la economía. Así, la primera dificultad no es la argumentación por la solidaridad como tal, sino de donde viene la apelación, es decir, precisamente de aquel espacio que por alcanzar su meta de eficiencia negó la influencia de este principio. De esta manera, el ciudadano común es lanzado a dos exigencias que no son compatibles. Por un lado, flanqueado por los requerimientos de la eficiencia y, por el otro, arrinconado por la solidaridad. Pero intentemos mostrar cómo se construyen realidades políticas con los instrumentos de este tipo de contradicciones.
Un ejemplo que nos podría servir para esto es la ley 20.673, promulgada en mayo de 2013, que modificó la ley 19.451 que regulaba la donación de órganos en Chile. Brevemente expuesto, aquí se estableció que toda persona en Chile mayor de 18 años es considerada automáticamente como donante de sus órganos una vez fallecida. Para no serlo, siempre de acuerdo a esta modificación, el ciudadano tiene que acudir a un notario público quien debe remitir un documento con la negación de permanecer como donante de su cliente al Servicio de Registro Civil e Identificación. Dejemos de lado la delicada discusión sobre si es legítimo que un Estado haga uso del material biológico de sus ciudadanos. Tampoco quiero referirme a la contradicción que significa para un sistema neoliberal obligar a través del Estado a los ciudadanos a ser solidarios. La verdad es que más consecuente con los principios de este sistema habría sido la promulgación de una ley que hubiese regulado la iniciativa de los individuos a comercializar sus órganos. También debo declarar, en este caso para intentar evitar malentendidos, que soy muy consciente del dramático problema que es tener una hija u otro ser querido entre la vida y la muerte esperando un órgano para el cual no hay donante. En este sentido, antes de la modificación de 2013, pertenecía al grupo que advertía como real la necesidad de que existan más personas dispuestas a ser donantes. Por último, reconozco que comparar situaciones de vida o muerto es muy complicado y doloroso para las partes. Es más, todo esto se transforma en algo injusto e indigno para las personas cuando nos concentramos más bien en datos duros, es decir, en números. Pero no hay otra salida. De tal manera, mi observación sobre el tema de donación de órganos, si se quiere, es netamente alocativa. Pues bien, agreguemos los datos a confrontar.
Los pacientes fallecidos en las listas de espera en nuestro país aparecen, en este sentido, como cifras oficiales macabramente ideales para ayudarnos al análisis. Estos números generaron una fuerte discusión entre los profesionales de la salud y una ‒ lamentablemente‒moderada indignación en el ámbito público cuando en diciembre de 2016 apareció la información por primera vez. Y la noticia era sombría. Más de 25.000 ‒sí, 25.000‒ pacientes habían fallecidos dicho año estando todavía en las listas de espera de una atención GES/no-GES. Pasadas las vacaciones de ese verano la en aquel entonces Ministra de Salud, Carmen Castillo Taucher, crearía en mayo una Comisión Médica Asesora Ministerial para analizar estos dramáticos números. Resultado: un informe de la comisión con fecha del 17 de agosto de 2017. Se trata de uno de esos textos que dicen mucho más sobre nuestro sistema y sus representantes que de la temática que aparece en él. Un documento digno de ser analizado por la Psicología Social o Política. Pero señalemos algunos aspectos.
Lo primero que la Comisión estableció fue que las personas fallecidas mientras estaban en espera de atención en el así llamado “Repositorio Nacional de Listas de Espera” (RNLE) no habían sido alrededor de 25.000, sino 15.625. La diferencia se producía, siempre según la comisión, al considerar que en el total de los fallecidos establecidos sí habían recibido atención por la derivación solicitada, por lo que técnicamente se debían considerar como “resueltas” alrededor de un 30% de los casos. Que un grupo de este 30% podría haber muerto porque médicamente nunca fueron realmente “resueltos” (por ejemplo, aquellos pacientes que pudieron ser atendidos una única vez por un especialista) o porque la fecha de visita al especialista o de la operación fue demasiado tarde nunca se podrá establecer objetivamente. A partir de la cifra de 15.625 personas fallecidas que esperaban una Consulta Nueva de Especialidad (CNE) o de una intervención quirúrgica (IQ) el documento tradujo las consecuencias concretas a porcentajes y promedios. Así, se indicó que representaban el 0,7% del total de personas que habían estado en el RNLE durante el año 2016 y aportaban con el 0,85 fallecidos por 1000 habitantes a la tasa de mortalidad general del país (5,7%). ¿Cómo era la situación antes de julio del 2006, año en que entró en vigencia el Plan AUGE que comenzó incluyendo 56 patologías (hoy 85)? ¡Esto sencillamente nunca lo sabremos! Pero, ¿qué ocurrió después de 2016? El Ministerio de Salud en su momento informó que la cifra de fallecimientos de pacientes en lista de espera registrados alcanzó entre enero y junio 2017 la cifra de 6.320. Datos para el segundo semestre no pude encontrar. Siempre según el Ministerio de Salud, el año siguiente, el 2018, habrían sido 24.919 personas las que fallecieron estando en igual situación de espera. Más de la mitad de estas personas murieron en la privacidad de sus domicilios o en otro lugar que no correspondió a un hospital. Posiblemente algunos compatriotas murieron literalmente en la calle. El drama no termina aquí. A esta última cifra habría que agregar las 1.039 personas que fallecieron con al menos una garantía GES no atendida. Se trata de cuadros médicos que necesitan la atención de más de un especialista. Todo esto hace un total de 25.958 personas que murieron literalmente “esperando”. Y la tragedia todavía no para, pues a este número habría que sumarle los 4.998 pacientes que murieron bajo el nuevo código de “egresado administrativo”; es decir, personas que por alguna razón estando enfermos abandonaron el sistema. Cuántos, por ejemplo, que esperaron tanto tiempo que cuando les llegó la fecha de la cita con el especialista no se podían levantar de sus camas, simplemente serán despachados al reino de la especulación. Argumentos que no tocaban al sistema se lanzaron. Cambios metodológicos o, incluso, el aumento de extranjeros se plantearon aquel año como razones que aclararían las limitaciones de atención y, de pasada, las cifras de inscritos en las listas de espera que murieron esperando ser atendidos. ¿Qué pasó el 2019? Lamentablemente los datos oficiales de fallecidos estando en listas de espera para este año tampoco los he podido encontrar desde la cuarentena de mi hogar. Como quiera que sea las cifras del año pasado, las que ya se estaban barajando en los pasillos del Ministerio de Salud, no reflejaban en ningún caso una revolución exitosa del sistema.
¿La salud pública sencillamente no funciona? ¿Se trata de un sistema de salud que está limitado e insuficientemente financiado? ¿Es un sistema que está sometido a intereses que no se concilian verdaderamente con la salud de los pacientes? La verdad es que todas estas viejas interrogantes en nuestro contexto no son relevantes. El que todos los informes oficiales que entregan los datos expuestos se encarguen de neutralizar una posible relación causal entre el fallecimiento y el tiempo de espera, refuerza la necesidad de analizar alocativamente este tipo de decisiones. En consecuencia, la pregunta determinante aquí es más bien otra. ¿Cuántos de estas muertes de personas en lista de espera se debieron a cálculos político-alocativos previos cuando se establecía el presupuesto para el sistema de salud?
¿Qué relación tiene todo esto con la actual ley 19.451 sobre donaciones de órganos, modificada en 2013? Lamentablemente mucho, si atendemos que en las cifras de las listas de espera, con toda seguridad, había desde hace décadas un alto contingente de personas que no pudieron ser operadas y esto en ningún caso, por lo menos desde el 2013, por un déficit de donantes. Es decir, la hipótesis alocativa aquí a discutir es si la ley dio en la práctica una solución real sólo a un pequeño grupo específico; es decir, a aquel cuyos miembros no tienen limitaciones financieras para ser operados y hacer uso de los días necesarios de convalecencia en una clínica u hospital. ¡Y ahora vienen las preguntas terriblemente desagradables! ¿Cuál era la relación entre el número de muertos por falta de órganos y las personas fallecidas en las listas de espera por año antes del 2013? ¿Cuál era la relación entre operaciones no realizadas de las listas de espera y de los pacientes que esperaban órganos y no pudieron ser salvadas por falta de ellos? ¿Se utilizó la actualmente tan utilizada argumentación de salvar el mayor número de vidas posibles cuando se discutió la modificación de la ley? ¿Hubo argumentos morales – legítimos por cierto – para la aprobación de ella? ¿Por qué estos no se han aplicado para los pacientes de las listas de espera? O por último, ¿por qué no se discutió y promulgó‒ antes, paralelamente o al poco tiempo después‒ una ley que asegurara que todos los pacientes necesitados de una intervención de traspaso de órgano tuviesen por ley asegurado el acceso al órgano y al mismo tiempo a la operación respectiva, aunque no tuviesen los recursos financieros necesarios? Una cosa aparece como indiscutible y, por favor, no lo planteo como ironía. Aumentar la oferta de órganos por ley era, neoliberalmente entendido, mucho más eficiente (barato) que haber establecido por ley el acceso a una operación necesaria como derecho para todos los ciudadanos. No hay duda. Los representantes en el acto legislativo establecieron claramente su priorización.
Espero que con este ejemplo aparezcan de manera más trasparentes las coordinadas alocativas en las que se mueve la política moderna.
¿Qué le queda al ciudadano de la calle al enfrentarse a este tipo de experiencias? Pues, el convencimiento de que no todas las escaseces existenciales se clasifican automáticamente como un desastre o se le enfrenta con la exigencia de una corrección urgente por nuestros representantes. Una conclusión práctica y doctrinariamente delicada, si recordamos que, después de todo, un elemento de origen del Estado moderno está en su compromiso por la protección de todos sus ciudadanos.
Finalmente, es una realidad indiscutible que debido a que los recursos han sido persistentemente escasos en el área de la salud, se ha tenido que desfavorecer o favorecer permanentemente a los pacientes. Esto nadie puede declararlo como una novedad recién ahora descubierta por la aparición del COVID-19. La vida humana en la praxis médica ha tenido lamentablemente (entendido esto como expuse arriba) un “valor”. Por favor, no se trata aquí de atacar la increíble tarea de muchos médicos y médicas, sino más bien de mostrar el contexto construido en el que se tienen que mover todos los días. Por este mismo motivo, debemos entender que es indispensable separar las “escaseces naturales” de las “escaseces políticamente auto-infringidas”. En este sentido, no deja de ser sorprendente que en la actualidad la pregunta crucial de qué proporción del Producto Interno Bruto se pone a disposición al sistema de salud y cómo se justifica dicho porcentaje todavía no se haya puesto en el centro de la discusión. Expresado esto de manera más específica en relación al dilema de la última cama con ventilador mecánico: ¿qué ocurrió antes que algo como esto se esté presentando como una cuestión urgente a responder? Incluso un utilitarista chileno se animaría a reconocer al respecto que hay una gran diferencia en que esta pregunta aparezca ya en el paciente número cuatro mil o recién en el veinte mil.
Recapitulemos. Hay términos que, tan pronto alguien los nombra, se sabe que nos introducirán al medio de un desastre. La alocación es uno de esos términos. Y, lamentablemente, el futuro cercano nos pondrá frente a otra tragedia quizás más delicada que la que actualmente atravesamos. Para explicar esto, primero una buena noticia. Es posible que antes que termine este año, o en el primer cuartal del próximo, el mundo conozca más de una vacuna efectiva y segura contra el virus SARS-CoV-2. Para este mes, por ejemplo, la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria de Brasil ya aprobó la inclusión de voluntarios nacionales en los ensayos clínicos que buscan evaluar la seguridad y la respuesta efectiva de una vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford y el consorcio farmacéutico internacional AstraZeneca.
Ahora la mala noticia. A pesar del éxito científico en las investigaciones y pruebas clínicas que en un momento la comunidad científica confirmará, logísticamente será imposible producir la vacuna para todos los habitantes de un país y menos para toda la población del planeta antes de un año y medio. Y esto calculado de manera muy optimista. Pues bien, a quiénes se asignarán las vacunas de la primera producción es una pregunta que ya en este momento está provocando dolores de cabezas e intensas discusiones en algunos países y organizaciones internacionales. Incluso una política como “Amerika first” no podrá evitar tensiones sociales y políticas internas cuya posible magnitud e intensidad potencial nadie quiere subestimar. Compromisos de compras garantizados (Advance Market Commitment) ya logrados por algunos estados tampoco dan una seguridad que no arda la pradera dentro de estos países o en organizaciones transnacionales como la Unión Europea. Pero no nos vayamos tan lejos. Quiero que nos mantengamos en Chile para poder platearle al lector una única alternativa, entre las tantas que se podrían cristalizar, de cómo el problema podría aparecer en nuestro país. Así, instalémonos en el siguiente contexto hipotético y supongamos que Chile accede gracias a una “solidaridad internacional” (me expreso así porque hasta ahora es un misterio qué política de obtención de la vacuna está siguiendo) a 600 mil vacunas durante, por ejemplo, el primer cuartal de 2021. Pues bien, ¿con qué criterios haría usted el reparto?; ¿qué vidas tendrían para usted prioridad de salvaguardar primero?; ¿qué estrategia aplicaría usted para alcanzar el máximo nivel posible del principio básico de salvar el mayor número de vidas?
Pero las preguntas no acaban aquí, si sabemos que en este contexto extremo el Estado deberá hacer, sí o sí, categorizaciones humanas, para después poder priorizar la distribución de la vacuna. Es más, como Chile no tiene un Consejo Ético a nivel estatal todo es más oscuro. ¿Se hará una discusión de cara a la opinión pública o se decidirá en un gremio de expertos ad hoc elegidos a dedo por alguna autoridad a puertas cerradas? Lo mínimo a esperar políticamente sería que se sepan quienes fueron elegidos para el caso y las razones para su elección y que sus recomendaciones ‒sus conclusiones no serán más que eso‒ se hicieran públicas para permitir que se discuta sobre ellas.
En conclusión. Si se llega a abrir esta caja de Pandora, entonces deberíamos estar ya en posición de entender que la discusión alocativa no sólo consiste en una disputa sobre una justicia distributiva, sino también de juzgar y aceptar -de una vez por todas- que en ella también se trata de un debate sobre los criterios y directrices de una justicia existencial.