
Julio Cortázar declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, a 35 años de su muerte
El Cronopio Mayor vuelve a Buenos Aires. Esta vez, homenajeado por la ciudad que supo amar en su juventud. Por iniciativa de la diputada peronista Rocío Giaconne, el 12 de julio se publicó el decreto que lo declara Ciudadano Ilustre de la capital trasandina.
Por Miguel Fauré Polloni
La Ley 15.140, sancionada en mayo pasado en la Legislatura bonaerense, resuelve homenajearle por su obra «de incalculable valor, trayectoria en la docencia y su aporte permanente en favor de la cultura».
Julio y las veredas de Buenos Aires
La amaba, la retrataba, quizás la trasladó a París. A los cuatro años de edad arribó desde su natal Bruselas y se alojó en el barrio de Agronomía, en Banfield, al sur del gran Baires. Allí hoy una placa recuerda que en esa casa nacieron algunos de sus mejores cuentos.
Los bares de jazz fueron otro refugio del escritor. Una de sus mayores pasiones encontró en el Buenos Aires de los ’40 un cálido ambiente de bohemia. El músico Jorge López Ruiz recuerda que en esos años, Julio se reunía a jugar con su trompeta en el barrio de Caballito.
El Luna Park fue otra de sus locaciones. Amante del boxeo, el que es hoy un destacado recinto para conciertos multitudinarios, fue para Julio un templo. Vale recordar el cuento «Torito» para comprobar la magnitud de la pasión cortazariana por los rings.
La Galería Güemes fue otro punto neurálgico de la ciudad de Cortázar. Inspiró «El otro cielo» y fue el puente entre Argentina y Francia en el final de «Todos los fuegos el fuego», vinculándola a la Galería Vivienne. «Bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes, territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia como un traje usado», señala en el relato.
Vale recordar el poema «Veredas de Buenos Aires», convertido después en tango por el Tata Cedrón:
De pibes la llamamos vereda
y a ella le gustó que la quisiéramos,
en su lomo sufrido dibujamos tantas rayuelas.
Después, ya más compadres, taconeando,
dimos vuelta manzana con la barra
silbando fuerte para que la rubia del almacén
saliera a la ventana.
A mi me tocó un día irme lejos,
pero no me olvidé de las veredas,
aquí o allá las siento
como la fiel caricia de mi tierra.