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JOKER. Entrando por la puerta de salida

Por Pablo Vial

Que el cine y toda la comunicación audiovisual forma parte de nuestra vida cotidiana, es un hecho tan evidente que no pecaríamos de exagerados si afirmamos que del total de la información que recibimos del mundo, más de un 90% lo es a través de imágenes audiovisuales, como representaciones mediatas de los hechos. Ello significa, a lo menos, que para formarnos una opinión o acceder a un conocimiento del mundo, necesariamente debemos interpretar aquella realidad que nos viene representada. Si no hacemos una labor de recomposición individual y creativa, de aquello que nos es mostrado de acuerdo a ciertos patrones culturales y a determinadas intenciones previas, de todas maneras nos veremos obligados a formarnos una opinión y a actuar en consecuencia, en cuyo caso nuestras opiniones y conductas serán un fiel reflejo de valoraciones y concepciones que -pudiendo ser todas muy respetables- se nos pasarán de contrabando como “verdad», «realidad objetiva», «percepción intuitiva» o simplemente «sentido común», señales que –a saber- constituyen la base estética de la manipulación a nivel de comunicaciones. Y esto último, más que por una característica de las obras se da por incapacidad de lectura e interpretación de los espectadores. 

Resulta tan evidente que cine y el lenguaje audiovisual es parte de nuestra vida cotidiana, que es chocante observar cómo en nuestro país todavía una apreciable mayoría mira con recelo a aquellos para quienes este lenguaje es una experiencia comparable a la de escuchar una partitura de Beethoven, contemplar un cuadro de Lira o leer una novela de Manuel Rojas. Para muchos, el cine es un entretenimiento de los sábados por la tarde y en la TV, demasiadas veces, las películas son cuentos para la hora de acostarse destinados a los adultos, donde problemas que en la vida difícilmente se dan o resultan imposibles de resolver, apasionan a quienes gustan de los problemas difíciles y las soluciones fáciles. 

Con estas consideraciones iniciales propongo acercarnos a la película “JOKER”, dirigida por Todd Phillips, con guión de Scott Silver y protagonizada por Joaquín Phoenix, pues no es la excepción. O sea, “ver no es mirar” o viceversa: aquí hay una obra de arte, un lenguaje, un punto de vista propuesto y no simplemente un objeto de consumo; más aún, considerando las relaciones que inmediatamente aparecen con nuestra propia realidad social.

Filosófica, sociológica y económicamente la película asume gran parte de las controversias presentes en torno a desigualdad, injusticia, fraude estatal respecto del contrato social y también algo que es psicológicamente fundamental como la ausencia de empatía. Parece un filme realizado como anillo al dedo para nuestra realidad.

En materia de arte y de creatividad es preciso asumir que los personajes son quienes constituyen espacio y tiempo y no la acción, entendida ésta como acontecimiento objetivo. La comprensión del ser humano como un promotor y no sólo como un receptor reaccionario de estímulos, es condición de posibilidad sine qua non del fenómeno creativo. Y esto tiene un sustento biológico: para el cerebro «percibir es hacer». 

Así, se presenta a Arthur Fleck (Joker) como un niño abusado, sin contención, en absoluta soledad y todo ello como el origen de un mundo interno ausente y desequilibrado, que deviene en una personalidad antisocial. Y ésta es mostrada como una psicopatía en un adulto narciso, que no siente culpa, pero también como una enfermedad por omisión, un ser altamente sensible a la agresión y al mismo tiempo favorable a acrecentar su baja autoestima, lo que –todo junto- genera una bomba de tiempo.

Pero, esta psicopatía, producto de los abusos que Arthur sufrió en su vida, ¿es algo que afecta sólo al pobre? La explosión impulsiva es también un rasgo de este tipo de psicosis, y en la película esto evoluciona de manera coherente en el personaje, de la mano con sus actos.

¿Es Joker víctima de sus circunstancias al carecer, por soledad, de herramientas para poder superarlas? Y este aspecto-pregunta nos hace empatizar con el personaje, independientemente de que nuestra realidad haya sido más amable y no volemos con alas del resentimiento sino de sueños. Es una necesidad y condición de existencia el que podamos correlacionar cómo somos vistos por nuestros congéneres, y nuestro lugar en el mundo, ese que ocupamos entre lo individual y lo social (comunitario).

Aparece entonces una distopía​ y su parangón con el capitalismo salvaje (sobretodo el chileno) se torna ineludible. Se bosqueja una sociedad repugnante, dividida entre emprendedores (ganadores) y sobrevivientes (perdedores), y definida por un sistema basado en la generación de riqueza a costo de la mayoría de los habitantes.

El rol de Batman, de asegurar el “orden público” y la propiedad privada, sin preguntar por su origen, lo constituye en privilegiado y víctima del sistema, a la vez que su victimario (vengativo y psicótico). Ciudad Gótica (“donde Dios está en el centro”) es una sociedad distópica donde Batman es su héroe. Y aquí es donde Joker, eleva el nivel crítico de la reflexión, adelantando el porvenir de esta distopía, claramente expresado hoy en muchos países, como en el nuestro.

La película es la enfermedad de un personaje hijo de una cultura igualmente enferma por falta de empatía, y que propicia el nacimiento de un sinnúmero de anomalías psicóticas. Pero una opción es verlo así: la rebelión y la venganza como patología. A mi juicio eso alcanza sólo como denuncia (y de las buenas), pero artísticamente carece de una proposición trascendente en el personaje.

A Joker no le basta con fustigar la sociedad: cobra la vida de sus victimarios. Y esto puede originar pronósticos distópicos, de un porvenir negado o renegado.

Joker nos muestra una agudización actual de los conflictos de clase, entre emprendedores y sobrevivientes, estos últimos conminados a hacer justicia por cuenta propia, violando el contrato social y el Estado de Derecho y saldando cuentas con todos y cada uno de los ricos, lo merezcan o no.

Otro aspecto a abordar es una esencia connatural a nuestra sociedad y que es la violencia del patriarcado: La escena tras la reja de la mansión Wayne donde Arthur ve al hijo legítimo (el futuro Batman, del cual es su hermano bastardo); y la escena en el baño donde su padre lo niega con un golpe de puños. No hay posibilidad de diálogo sin una reja muro o sin un violento combo. El poderoso se apropia del espacio y de los cuerpos para explotar económicamente y sexualmente, y después los deshecha: a la madre la envía al manicomio y al hijo le pega. El patrón es el patrón y nadie puede cruzar esa distancia. Ciudad Gótica como epítome de esa tensión sólo se puede resolver a través de la violencia y la aparición delirante del héroe-villlano. Ambos reclaman ese espacio: el héroe para la propiedad privada, orden, status quo y el villano para el caos, cambio, re-evolución. Así toda transformación, todo lo diferente se encarna en el “guasho-guasón”. Ser amenazante y desestabilizante del privilegio y zona de confort del poderoso, que le hace imposible verlo y aceptarlo porque remueve las bases más profundas de sus miedos: aceptar lo diferente que hay en sí mismo, aceptar la violencia que anida en el propio corazón encarnado en este guasho-guasón.

La película también reflexiona la relación entre locura y creatividad, pensando a esta última como una construcción descompresora, por la necesidad de evadir los modelos sociales carcelarios, saltándose lo normal y establecido para proponer un llamado de atención a un sentir, más que a una obra.

En el filme se construye y crece un Joker distanciado de la carcajada perversa que valora la destrucción per se, sino como el autor de un ataque social hacia un punto de máxima convocatoria en materia de comunicaciones (el personaje de Murray, “El Rey de la Comedia”), cimentando el concepto de que la psicología, lejos de ser un asunto individual, se construye culturalmente, en sociedad, desde las más íntimas relaciones. 

La edificación de este relato fílmico se corona con dos grandes metáforas: La sonrisa de Joker como un acto de resiliencia, marcado por una lágrima desprendida del maquillaje; y la entrada del personaje al hospital a arreglar cuentas con su pasado más querido (su madre), pero haciéndolo por la puerta de salida.

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