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«El Loco y El Ídolo». Por Luis Lopez-Aliaga

Por Luis Lopez-Aliaga 

Antes de comenzar el partido, José Marcelo Salas Melinao se acerca al borde de la cancha, toma agua de una botella plástica, se echa un poco en la cara y habla con el paramédico. La imagen la veríamos luego, mucho después de aquel domingo de noviembre de 2007 en el que Salas devuelve la botella plástica y repite: «por algo vine».
Hay, en ese momento, un segundo en el que permanece con la mirada perdida en el piso. A diferencia de nosotros, que después lo veríamos muchas veces por Youtube, es probable que él lo viera antes, en aquel segundo, anticipándose en palomita a tres uruguayos, golpeándose luego el pecho con el puño y celebrando junto al banderín del córner.
Hoy todo parece posible. Un triunfo ante España en un Mundial, ganarle a Argentina en los penales. Hasta hacer un gol en el Centenario parece posible, tener a Uruguay contra las cuerdas.
Pero, para entonces, el cambio aún era endeble.
-Cacha, está súper gordo. Bielsa lo pone porque le maneja el camarín.
Era un chileno en el bar de una pequeña isla, en México:
-Apenas se puede mover, el gordo. Ya tendría que haberse retirado.
Gol de Uruguay.
-Te dije, estamos cagados.
La isla se llamaba Holbox y yo asistía a un taller de guion donde a nadie le interesaba el fútbol. Pero apareció esa pequeña cantina, no con uno, sino con dos chilenos que hablaban mientras yo, atrás, trataba de pasar desapercibido.
-Tiene que sacar a Salas y pasar al Chupete al centro. Si no, nos vamos a comer una boleta.
Tenían todo el entretiempo para arreglar el problema.
-Bielsa no cacha nada. Por algo lo echaron de Argentina.
Insisto, era una isla. Sólo podía recurrir a la evasión de la cerveza y el recuerdo: Mayo de 1994. Salas debuta en un amistoso contra la Argentina de Maradona. Entra en el minuto 20, con la 15 en la espalda, y nueve minutos después, metido entre Sensini y Ruggeri, marca el gol del empate. A veces uno también lo ve antes, lo anticipa, hay jugadores que nacen predestinados, están ahí por algo.
Pero ahora Salas tenía 33 años y venía de vuelta. De vuelta de la vida, de Europa, de las lesiones. Y del camarín, porque ya comenzaba el segundo tiempo.
-Más encima capitán. Típico guatón acabronado-.
Después de cada sentencia me miraban esperando mi aprobación. Creo que dudaban de mi chilenidad.
Entonces sucedió. Minuto 59. Riffo sale largo desde la derecha y Droguett queda con todo el campo a su disposición. Avanza unos metros y la abre sobre la izquierda, donde el piña Villanueva se detiene un segundo y saca un centro que, de pronto, parece rutinario. Entonces irrumpe Salas, nadie sabe bien desde dónde. Seguramente vio algo antes que el resto, ese espacio vacío en el área chica, entre Lugano y Godín. Se zambulle en palomita y Carini queda con los brazos estirados en un gesto ridículo, atrapando nada.
Quizás exageré el grito. Los chilenos me miraron de reojo, algo espantados. Uno de ellos me hizo un gesto de algarabía con los puños apretados, pero yo lo ignoré por completo. Después vino el penal a Matías, la zurda baja de Salas, y el grito sin pudor de uno ellos: “¡grande Matador!”. Los miré. Nos miramos. Pude hacerles notar su inconsistencia, pero estaba solo ahí, en una isla, así es que terminamos abrazados, celebrando.
Y ni el empate uruguayo impidió la borrachera que vendría luego, el desquite: me di el tiempo de desplegarles largamente mi teoría sobre ciertos jugadores que nacen predestinados.
Porque, aunque hoy todo parezca posible, lo cierto es que nunca se ha vuelto a repetir.
Dos goles y un empate en el Centenario.
Eso le estaba reservado a Salas. Por algo vino.

Equipo editorial Revista De Frente

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