
«El Banco Central y la política monetaria y cambiaria». Un aporte de Nodo XXI para el debate constituyente y la Nueva Constitución
En el contexto del debate que ha suscitado la decisión inédita del Banco Central de subir las tasas de interés al doble, de 0,75% a 1,5%, en una medida presentada para contener los brotes inflacionarios pero con la idea, no explicitada de realizar además un pronunciamiento político en contra del Cuarto Retiro de 10% de los fondos de pensiones, actualmente tramitándose en el Congreso, compartimos un fragmento del libro «Desarrollo económico en Chile: Elementos para el debate constituyente», de los investigadores del centro de estudios Nodo XXI, Carlos Ruiz Encina, Sebastián Caviedes Hamuy, y Felipe Ruiz Bruzzone, relativo precisamente al rol, características, y perfil del Banco Central en Chile (páginas 21 a 26 del libro).
En el enlace, el texto completo disponible para su descarga.
EL BANCO CENTRAL Y LA POLÍTICA MONETARIA Y CAMBIARIA
* Páginas 21 a 26 del libro «Desarrollo económico en Chile: Elementos para el debate constituyente», Carlos Ruiz Encina, Sebastián Caviedes Hamuy, y Felipe Ruiz Bruzzone.
El mandato del Banco Central ha variado a lo largo del tiempo en América Latina. Durante gran parte del siglo XX, y siguiendo el principio de dependencia del Ejecutivo, sus objetivos incluyeron la estabilidad monetaria a través de un régimen cambiario estable, el financiamiento al Gobierno con algún límite y el rol de “prestamista de última instancia”, orientado a resguardar la salud del sector bancario. Desde los años noventa, sin embargo, dichas responsabilidades giran en la mayoría de los países de la región, esta vez hacia el control de la inflación, como respuesta política a la crisis vivida en la década precedente.
Entre 1988 y 1996 doce países latinoamericanos modifican legal o constitucionalmente los estatutos de sus bancos centrales, otorgándoles independencia para garantizar la estabilidad de precios y, sobre todo, limitar el financiamiento del gasto público mediante la creación monetaria (Lora, 2007). Se trata de una independencia respecto de la política, en el sentido de desvincular el manejo monetario del ciclo electoral. Pero también de una independencia de tipo operacional, al invocarse la autonomía de la banca central para elegir los instrumentos que permitan alcanzar la estabilización de los precios e, incluso antes, la reducción de la tasa de inflación, sin generarse costos en términos de empleo y de producto. Lo anterior opera bajo el supuesto monetarista de la supremacía de los mecanismos de mercado en la asignación de los recursos y el manejo macroeconómico (Pérez Caldentey & Vernengo, 2019).
A partir de los años noventa, además, y debido al consenso internacional que funcionó como marco para establecer una regla sobre la expansión de la oferta monetaria que diera certeza a los agentes económicos (Pérez Caldentey, 2019), varios bancos centrales latinoamericanos adoptaron, formalmente o de facto, regímenes de metas de inflación (inflation target). Dicho de otro modo, definieron un objetivo de inflación esperada, presentándose su uso –en un contexto de primacía ideológica del monetarismo– como una suerte de antídoto a la “macroeconomía del populismo” (Matari, 2020). Además de la independencia/autonomía de la autoridad monetaria, los requisitos para dicho esquema incluyeron: la ausencia de dominancia fiscal o de condicionamientos de la política monetaria a consideraciones de naturaleza fiscal; la ausencia de conflicto con otros objetivos nominales, así como niveles más altos de transparencia, credibilidad y rendición de cuentas (accountability). Su implementación efectiva, por otro lado, requirió de la concurrencia previa de un mercado financiero nacional de buen tamaño y profundidad, así como de un mercado de deuda pública, debido a que solo a través de ellos es posible asegurar un correcto funcionamiento de los canales de transmisión con que la política monetaria actúa sobre la economía general (Gismondi, 2006).
Chile, en particular, estableció la autonomía de su Banco Central en 1989, poco antes del fin de la dictadura militar, mientras su inclusión en un régimen de metas de inflación data de 1991, siendo en ambos casos pionero en América Latina (Matari, 2020). Su anticipación al respecto, incluso más allá de los consensos políticos que cifraron la transición a la democracia, se apoyó en la previa existencia en el país de un mercado financiero que avanzaba en su modernización de la mano del sistema privado de pensiones (Boccardo et al., 2020), y de un mercado robusto de deuda local, del cual hoy en día sus principales acreedores son justamente las administradoras de fondos de pensiones (con más de la mitad de la deuda) y la banca nacional y extranjera, con casi un cuarto del total (Gómez, 2020).
Pero la singularidad chilena en cuanto a institucionalidad monetaria radica, fundamentalmente, en que el carácter autónomo, técnico y con patrimonio propio del Banco Central de Chile (BCCh) está definido constitucionalmente (Artículo 108)10, así como lo está la prohibición de prestar dineros al Gobierno, por cuanto ningún gasto público o préstamo puede financiarse con créditos directos o indirectos de este organismo (Artículo 109, inciso 2°). Se trata de una disposición que no suele estar presente en las constituciones de otros países del mundo que han adoptado la autonomía o incluso el esquema de metas de inflación (Lora, 2007). Así, por ejemplo, en Alemania11, España12, Noruega13, Argentina14, entre otros lugares, la autonomía del Banco Central se encuentra a nivel legal, no constitucional. Esto permite que el contenido de la autonomía, sus posibles excepciones y limitaciones, como mayores mecanismos de control democrático, transparencia, causalidades de remoción, por señalar algunos ejemplos, se discutan a nivel legal y no estén sujetos a la rigidez constitucional.
Sobre la base de ese estatuto constitucional se formula, además, la Ley Orgánica Constitucional del Banco Central (LOC BCCh) (BCN, 2020b), que define su composición, organización, funciones y atribuciones, dentro de las cuales el control externo se remite a dos consideraciones. Por un lado, la designación que hace el presidente de la República de los cinco consejeros del BCCh y de su presidente (Artículo 7 LOC BCCh), los primeros por un período de diez años y el segundo por cinco años o el tiempo menor que le reste como consejero (Artículo 8 LOC BCCh). Por otro, el deber del Consejo del BCCh de tener presente la orientación general de la política económica del Gobierno al adoptar sus acuerdos (Artículo 6, inciso 2° LOC BCCh) y de informar al presidente de la República y al Senado de las políticas y normas generales que dicte en el ejercicio de sus atribuciones (Artículo 4 LOC BCCh).
Este marco institucional, protegido constitucionalmente, respalda la lógica de autonomización del ciclo político-electoral antes mencionada, en la medida que el control democrático se reduce al momento de la entrada de los consejeros al organismo, al ser designados por el presidente de la República. El objetivo que ello persigue, como ocurre también con la larga permanencia de los consejeros en sus cargos y la precisión de las circunstancias bajo las cuales pueden ser destituidos15, es evitar el control directo tras el nombramiento, bajo el supuesto que los intereses de corto plazo del sistema político podrían poner en riesgo la estabilidad monetaria del país y su economía en la búsqueda de un provecho político particular. Siendo esto razonable, lo significativo es que, tras el control de origen a los miembros del BCCh, se produce una autonomización durante su funcionamiento que no alcanza a corregirse con la indicación de informar de sus políticas y normas a las autoridades democráticamente elegidas (presidente de la República y Senado) ni por la vía de –como señala ambiguamente la LOC del organismo– tener presente la orientación de la política económica general del Gobierno. Eso es así, puesto que la periodicidad y contenido de dichos reportes están fijados por un acuerdo del Consejo del BCCh, no por la LOC BCCh.
Una segunda peculiaridad del caso chileno es que el propio BCCh define tanto las metas de la política monetaria como los instrumentos que utiliza para alcanzarlas. Una situación que no tiene completo calce en ninguno de los modelos de autonomía vigentes. Ellos incluyen, por un lado, al de “independencia de objetivos”, presente en casos como los del Sistema de Reserva Federal de los Estados Unidos, el Banco Central Europeo, el Banco de Japón, el Banco Nacional Suizo, y que en América Latina asume como propio el Banco de México. Allí, la prerrogativa de controlar medios y fines de la política monetaria se justifica en el propósito de evitar que los políticos se vean tentados de aumentar la oferta monetaria para generar un auge oportunista que facilite su reelección y gatille desequilibrios macroeconómicos indeseables. Por otro lado, se encuentra el modelo de “independencia de instrumentos”, adoptado por países como Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Brasil, Colombia e Inglaterra, conforme con la idea que los objetivos últimos de política monetaria sean determinados, al menos en parte, por el sistema democrático, o se ajusten a una política económica general definida junto al Gobierno (Debelle & Fischer, 1994; Walsh, 2008).
La evidencia internacional señala que el establecimiento de metas de inflación no tiene una relación directa con el grado de independencia que asume la banca central, sino, más bien, con el nivel de coordinación y colaboración de ella con sus respectivos gobiernos (Gismondi, 2006). Asimismo, si bien esta evidencia apoya la relación entre independencia legal de la banca central y menor inflación, hoy se cuestiona la causalidad de tal relación (Jácome & Vásquez, 2005; Gharleghi, 2019; Madariaga, 2020), al contrario de lo que a inicios de los años noventa promoviera la ortodoxia económica. Ello se debe a que la inflación mundial –incluida la de América Latina– ha tendido a disminuir desde la década de 1990, sin que esa caída tenga directa causalidad con los marcos monetarios adoptados (Pérez Caldentey & Vernengo, 2019).
En Chile, sin embargo, el rango constitucional de la independencia del BCCh ahonda lo que podría entenderse como su opción formal por una independencia de objetivos hasta el punto de convertirla en una suerte de “independencia autorregulada”, debido a la protección constitucional que alcanza su capacidad para definir metas e instrumentos de la política monetaria y cambiaria.
Además de los aspectos formales, dentro del carácter político de la definición de independencia del BCCh puede sumarse que su condición de autonomía radical ha dependido también, en los hechos, de la orientación ideológica de los consejeros que componen su Consejo, elegidos regularmente por su cercanía con la ortodoxia económica. Asimismo, deberían considerarse las preferencias del empresariado por una inflación baja por sobre otros objetivos económicos también legítimos, como el sostenimiento y expansión del empleo, del crecimiento económico o de un tipo de cambio competitivo (Binder & Spindel, 2018; Madariaga, 2020).
El elemento ideológico también es observable en el tipo de relación que los gobiernos de turno han mantenido con el BCCh en las últimas décadas. En efecto, el asunto de la coordinación entre la política monetaria del BCCh y la política fiscal de los gobiernos se encuentra formalmente cautelado en la propia LOC BCCh, principalmente a través del derecho asignado al ministro de Hacienda de participar con derecho a voz –pero no a voto– en las reuniones del Consejo, e incluso de suspender acuerdos a menos que el pleno de consejeros insista en su aplicación (Artículo 19, incisos 1° y 3° LOC BCCh). Lo opaco, no obstante, es que dicha obligación de coordinación derivada de la LOC ha sido entendida en Chile, principalmente, como una “coordinación macroeconómica” en la cual se asumen de antemano elementos que no corresponden ni a la ley ni a la Constitución, pues surgen de acuerdos derivados del propio proceso político –bajo la sombra de una marcada línea ideológica monetarista– y que, considerando los resultados en términos económicos ya observados, están abiertos a ser revisados. En particular, esta interpretación sobre la coordinación de la política monetaria y la política económica general, construida en torno a la preocupación por mantener equilibrios macroeconómicos funcionales al modelo de crecimiento antes descrito, naturaliza no solo la supremacía del sistema de metas de inflación, sino también la de un régimen de flotación cambiaria e, incluso, de una regla para la política fiscal16.
Dicha interpretación, además de ser excluyente de otras modalidades de crecimiento económico y de desarrollo, ha permitido poner trabas, por ejemplo, a la incorporación de otros objetivos dentro de las obligaciones del BCCh, como la estabilización del producto o el empleo. Inclusive, dentro de los marcos de la propia discusión monetarista sobre este tipo de coordinación y sus implicancias para el desempeño económico, la excesiva autonomía del BCCh ha sido sindicada como problemática (Gharleghi, 2019), toda vez que con ella puede prevalecer un sesgo deflacionista que someta a la economía a una pérdida innecesaria de producto y de empleo. Lo anterior aparecería como consecuencia de intervenciones realizadas por debajo del umbral inflacionario que afecta negativamente a la expansión económica, generándose con ello brechas entre el crecimiento efectivo y potencial (Le Fort et al., 2020). En Chile, ejemplos bien conocidos de este desanclaje son la rápida subida de las tasas de interés para evitar la fuga de capitales y la depreciación del peso que acentuó la recesión y sus efectos sobre el empleo durante la “crisis asiática” de fines de los años noventa (Covarrubias, 2002), así como la merma en la recuperación económica y el dinamismo exportador que generó el excesivo celo en controlar la inflación que mostrara la administración de Vittorio Corbo entre los años 2003 y 2007 (Madariaga, 2020)17.
La “coordinación macroeconómica” también ha llevado, por ejemplo, a una política monetaria y cambiaria sin consideración espacial. Así, pues, los ajustes a la tasa de interés no han tomado en cuenta la especificidad de las regiones, al margen de Santiago, al decidirse el incentivo o desincentivo a la demanda en diferentes coyunturas económicas desde los años noventa, generándose con ello incrementos en el costo de la vida en las provincias en varios momentos. Tal es el caso de las regiones mineras, que en no pocas ocasiones han perdido la oportunidad de ahorrar fondos en las épocas de bonanza debido a la desincronización de las economías regionales con los ciclos nacionales (Atienza & Aroca, 2012).
Por lo tanto, la autonomización de las metas e instrumentos del BCCh no es un asunto inocuo, ni política ni económicamente. No lo ha sido, de hecho, para el conjunto de la economía chilena y sus posibilidades su exitosa labor macroeconómica disminuyendo las tasas de inflación, que en la última década alcanzan el promedio más bajo de la historia con un 3,1% (BCCh, 2020c). En realidad, su celosa y excluyente búsqueda por mantener la estabilidad de los precios (o el valor de la moneda), incluso por debajo de los niveles que generan algún desbalance económico, ha sometido a la estructura productiva local a impactos negativos de largo plazo (Covarrubias, 2002).
A contrapelo de los casos exitosos de desarrollo en economías similares a la chilena, donde los estados catalizaron este proceso vía definición de tipos de interés como políticas de estímulo a la inversión o a través de ciclos de devaluaciones controladas (Ahumada & Sossdorf, 2017; Solimano, 2017), en Chile la política monetaria es dependiente del mercado o, lo que es lo mismo en el lenguaje monetarista, de las expectativas de inflación de los agentes económicos (Pérez Caldentey, 2019), a las cuales la propia acción de la banca central contribuye.
Ello se ha traducido en el predominio de una política de desregulación del tipo de cambio al mismo tiempo que se opera con un “ancla nominal” en los precios; es decir, se define una meta de inflación sobre la cual se anclan las expectativas de inflación, para así dar seguridad a los agentes económicos. Esa política de flexibilidad cambiaria es concordante no solo con los requisitos del régimen de metas de inflación, sino también con el predominio de dinámicas financieras y la presión del estímulo a las exportaciones, propias del patrón de crecimiento chileno. Como señala Lapavitsas (2016), la inestabilidad del tipo de cambio e interés no solo permite el crecimiento de mercados financieros internacionales, sino que, además, al existir tales flujos internacionales de capital fomentados por dicha inestabilidad, se financiarizan los países en desarrollo. Lo normal, entonces, en países como Chile –con altos grados de apertura comercial y financiera y gran dependencia de la inversión extranjera directa– es administrar dicha inestabilidad, pues solo mientras ella exista se mantendrá tal flujo internacional de recursos.
La institución que administra aquello es el BCCh, como efecto indirecto del cumplimiento de sus metas de inflación autoimpuestas. El ajuste a esos fines se juega en un tipo de cambio flexible y en modificaciones en la tasa de interés que implican periódicos episodios de inestabilidad monetaria y cambiaria. Esos shocks de entrada y salida, usados para influenciar la estabilidad de precios, son particularmente importantes para el sector empresarial financiero, que depende del equilibrio monetario y comercial. A su vez, la viabilidad de los procesos de acumulación de tales grupos depende de la estabilidad de precios.
Esto significa que la mentada regulación de mercado antes mencionada, operada sobre la base de una independencia radical de la banca central justificada en el predominio de sus criterios técnicos y “neutros”, no funciona sino como una desregulación que favorece a ciertos sectores de la sociedad por sobre otros. En efecto, si bien es cierto que la estabilidad de los precios tiene un efecto general positivo sobre el bienestar de la población18, el mecanismo a partir del cual esto se ha venido logrando en el Chile de las últimas décadas beneficia tanto a un tipo de crecimiento económico específico, centrado en la volátil inversión financiera, como a un grupo de actores económicos en particular. Esto se debe a que, en el proceso inflacionario, pierden los rentistas, banqueros y todos aquellos que tienen algún tipo de ahorro financiero o negocios en el sector financiero. Algo que se relaciona, fundamentalmente, con el hecho de que la política monetaria termina definiendo el valor real de las deudas (Martínez, 2017).
Como contracara, los efectos negativos de esta suerte de desregulación orientada del tipo de cambio y de la moneda son claros en lo que respecta a la estructura productiva. Así, cuando ha habido ciclos al alza en las rentas aportadas por la minería del cobre –principal proveedor de divisas para la economía nacional– se ha apreciado el tipo de cambio, generando una merma en el sector exportador no cuprífero. Esto ocurre debido a que la implementación de una política cambiaria flexible19 y centrada únicamente en neutralizar la inflación, en un país cuya principal exportación –el cobre– concentra más del 55% de la cartera con un precio expuesto a ciclos económicos cambiantes, tiene como consecuencia propiciar una gran volatilidad en el tipo de cambio real, que afecta directamente la expansión de los sectores transables no tradicionales (creación de nuevas industrias de exportación), la diversificación productiva y el propio crecimiento (Carmona et al., 2017). Esto equivale a decir que se afectan negativamente los incentivos para que se desplieguen decisiones de inversión y procesos de formación de capital en sectores económicos distintos de los relacionados con las exportaciones basadas en recursos naturales, eje de lo que en este informe se ha denominado el patrón de crecimiento económico chileno.
En suma, desde un punto de vista institucional, el rango constitucional del BCCh ha tendido a inhibir la acción fiscalizadora establecida, de hecho, en cualquiera de los esquemas existentes de inflación objetivo, dentro de los cuales la experiencia chilena asoma como un híbrido debido a la radicalidad de su autonomía. Esto lo refuerza la concurrencia ideológica en la elección de sus consejeros, lo que convierte al BCCh en una de las entidades de mayor poder entre los organismos autónomos del Estado. Los impactos de su política, por otro lado, predeterminan una única línea de crecimiento económico y desarrollo, que potencia la actuación de los actores financieros o financiarizados, como ocurre con el sector exportador.
Aun así, el consenso político y técnico en torno a la independencia de la banca central es cada vez más cuestionado por la incidencia que ha pasado a tener el sector financiero en las economías mundiales. A nivel internacional se ha generalizado una preocupación por la excesiva independencia de los bancos centrales al evidenciarse que ella sustrae herramientas de acción y control a los gobiernos democráticamente elegidos, entorpeciendo, por ejemplo, su capacidad para enfrentar las recurrentes crisis económicas que se han suscitado en los últimos años (Madariaga, 2020). La política monetaria tiende a actuar cada vez más a través de canales financieros, sin que estos necesariamente generen un efecto en la economía real. Asimismo, la conducción de la política monetaria se enfrenta a restricciones derivadas del estado de los mercados financieros, como sucede, por ejemplo, con el hecho de que los bonos soberanos en algunos casos pasen a tener rendimientos negativos (Pérez Caldentey, 2019).
Referencias:
10De aquí en adelante, salvo que se indique lo contrario, todas las referencias a artículos específicos remiten a la Constitución Política de Chile, en su edición actualizada 2021 (BCN, 2020a).
11Bundesbankgesetz (BBankG) de 1957.
12Ley 13/1994, de 1 de junio, de Autonomía del Banco de España.
13Act Relating to Norges Bank and the Monetary System, etc. (Central Bank Act).
14Ley 24.144, Carta Orgánica del Banco Central de Argentina.
15La destitución, que solo puede ser realizada por el Presidente de la República y depende de una petición fundada de, a lo menos, tres miembros del Consejo por razones de incumplimiento de las políticas adoptadas o normas impartidas por el Consejo del BCCh, tras lo cual debe obtener el consentimiento del Senado (Artículo 16, incisos 1° y 2° LOC BCCh).
16Tal como lo destacaban Rodrigo Valdés y Luis Felipe Céspedes antes de ser ministros, al indicar que parte de la fortaleza del esquema institucional que configura al BCCh se explica, desde 1990, porque la “coordinación macroeconómica” que rige la relación del BCCh con el Ejecutivo casi nunca ha sido puesta en duda, salvo por algunos momentos de crisis (Céspedes & Valdés, 2006). Este es el relato habitual con que se ha defendido, a lo largo de los años, el marco institucional del BCCh que ha sido descrito.
17Esta discusión no es recogida en el reciente documento con que el BCCh (2020c) ha salido a explicar sus políticas y rol. En él ha destacado el conocido efecto negativo de una inflación alta y volátil sobre el crecimiento económico y el bienestar de la población. Pero no ha hecho referencia al efecto similar que puede tener una inflación por debajo de sus propias metas, como ha ocurrido en Chile, sustentado en su independencia radical.
18No obstante, y más allá de los promedios, cabe abrir debates. La inflación varía según las estructuras de ingreso y demanda que existen en la sociedad, por lo que, al naturalizar una forma de concebirla y registrarla, sobre todo en un país tan desigual como Chile, se protege a unos intereses más que a otros.
19El BCCh es el que ha estado dispuesto a tolerar las fluctuaciones cambiarias más grandes en uno u otro sentido (apreciación/depreciación), sobresaliendo frente a otras experiencias latinoamericanas que, adscribiendo también al sistema de metas de inflación, son más reacias a la “libre flotación” cambiaria (Libman, 2018).