
Dos esquinas sobre la violencia
Por: G.Órdenes
Viernes en la noche. Salvador Allende se encuentra atestada de gente y el olor a quemado se siente desde ambos extremos de dicha avenida. Cuentan que incendiaron unos vagones de tren. Que hay barricadas por todo el centro. Vemos gente que ha atravesado la ciudad una, dos, tres veces quizás. Cerca de medianoche, una multitud de personas congregada en la avenida, quizás 500 o 1000 personas. Se respira un ambiente de jolgorio entre medio de las llantas quemadas. Suena la música de los bronces, se bebe cerveza, mucho humo de marihuana.
La multitud en fiesta decide bajar hasta el centro nuevamente. A lo lejos suenan unas voces señalando que lo más sensato sería permanecer en un solo lugar, que es necesario concentrar la defensa, que el moverse nuevamente solo provocará la dispersión del grupo; se entabla una discusión a gritos, pero no hay mayores argumentos, solo la idea de seguir a la gente. La multitud en fiesta quiere permanecer en movimiento.
Dentro de la multitud en fiesta se agitan banderas; escudos y pañuelos rojinegros anticipan un atisbo de uniformidad. Entre nosotros, las omnipresentes cámaras, filmando cada movimiento de la multitud, registrando todo con voyerista afán. Incluso en vísperas del fin del mundo, la gente tiene la necesidad de verse a sí misma, reflejada en una pantalla: la certeza de la existencia virtual (una certeza que también buscan nuestras autoridades).
Las dos gasolineras que había en el trayecto de la multitud en fiesta han sido arrasadas. Tampoco importa, eran la materialización de muchos agravios. La gente, y los niños que se van asomando de entre las rejas de las casas vecinas nos miran con calma. Como si estuviesen conscientes de que la potencial violencia destructora de la multitud no va dirigida hacia ellos. Al integrarme a la marcha observe las mismas miradas levemente indiferentes: no hay asombro, pero tampoco entusiasmo. Rebota en mi cabeza un comentario escuchado al voleo por un viejo en una esquina: “porque dan tantas vueltas”.
La multitud avanza y se dirige hacia su premio mayor: La escuela de formación de carabineros. La escuela de pacos. De la columna inicial va quedando algo más que una masa en desorden. La multitud en fiesta se fue devolviendo lentamente. Suenan los disparos, todos corren; pareciera que la intención de toda esta masa o gran parte de ella no era enfrentarse, sino que correr al primer disparo. Se abren algunas puertas, nos escondemos, desde otras ventanas suenan las puteadas contra los manifestantes; nos dicen que guardemos silencio. Se escucha el combate entre los pasajes de los cerros.
Subimos raudos a los cerros. En sus calles están todas las casas de puertas muy abiertas: vecinos y vecinas miran la escena. Nuevamente esas miradas, pero un poco más expresivas que en la avenida, miradas y palabras de apoyo, pero también de cuidado, nos sugieren esperar, no entregarse en bandeja a los pacos, tener cuidado. Multitudes de mamas protectoras asoman de entre puertas y ventanas. Última recomendación, mejor subir hasta Circunvalación: abajo están los pacos y en los pasajes nos pueden asaltar. Más abajo aún suenan los disparos. Ciertas peleas se ganan corriendo, pero no se puede correr a perpetuidad. Hace un calor horrible.
Las horas pasan, se ha podido evadir la zona de combate. Sentado en una esquina, invade a quien relata estos hechos la sensación de despertar de una resaca, de haber abandonado una fiesta. Sin embargo, no fue una fiesta. Tampoco es poesía. Es violencia, huida y represión.
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El verano nos ha dado un compás de espera. Hablamos de marzo pensando en la inminencia de algo, como promesa que paciente permanece en nuestros labios y nos permite soportar los continuos agravios de una casta que, en sus términos, parece haber vuelto a la normalidad. Sin embargo, el pueblo chileno ha perdido su normalidad, la republica esta absorta en una guerra de exterminio contra el pueblo. La normalidad se ha perdido en una sociedad donde permanece latente la muerte y la mutilación. La normalidad solo se puede traducir en derrota y abuso para nosotros. Hemos perdido el miedo a la normalidad.
La violencia nunca fue algo excepcional en nuestras vidas, lo sabemos, ahora se mostró explicita, marcada en nuestros cuerpos y mentes, pero siempre estuvo. Nuestro enemigo es capaz de todo, ya no responden a un orden ni a una normativa: es una cacería de clase. Desde que estalló la revuelta, debimos entender que todo lo que considerábamos como orden, no era más que el arma que esgrimían contra nosotros. Mientras no comprendamos está idea central, seguiremos indefensos, abandonados a nuestra suerte. Asumir la crueldad del sistema es el primer paso para comprendernos. Asumir la crueldad del sistema es el primer paso para defendernos.
Las invectivas contra la violencia son falsas e interesadas, provenientes de sectores a quienes les acomoda, por miedo o complicidad, mantener el actual estado de cosas. No sirve una moral a medias, ahí donde reina el crimen y el abuso. Podemos teorizar mil cosas sobre la violencia, espantarnos de ella, lo cual es comprensible; pero es claro que solo cuando esta violencia apareció en la movilización entendimos la magnitud de lo que estaba sucediendo.
Solo cuando se desató la violencia la crisis fue vista como crisis. Recordemos ayer y anteayer: movilizamos a millones el 2006, el 2011, el 2018, pero esos millones de personas movilizadas le fueron indiferentes a la casta. Sólo cuando esas millones de personas se mostraron dispuestas a romper literalmente los símbolos físicos de su humillación que tanto esa casta como nosotros mismos entendimos que llegamos a un punto definitivo de quiebre. La casta lo sabe muy bien y por eso nos teme.
El régimen neoliberal fue impuesto por medio de la violencia estatal, y la única manera de derrocarlo será también por medio de esa misma violencia, pero ejercida por el pueblo organizado. No es apología ni romantización insurrecionalista, es constatar un triste hecho: no podemos optar por la paz sometidos a un orden violento, donde la violencia es el lenguaje del sistema. La única «paz» que nos ofrece el neoliberalismo es el silencio y sometimiento. No tenemos opción.
Asumir lo anterior es complejo y doloroso, implica amplificar por mucho el sufrimiento padecido y renunciar a la tranquilidad de nuestras vidas en nombre de un futuro incierto, tranquilidad que quizás muchos no vuelvan a ver. Sin embargo, debemos definir, a conciencia y con serenidad, que preferimos, una paz injusta o una justicia dolorosa.
Debemos determinar la relación que cada unx de nosotrxs establecerá con la violencia, entendida como un hecho inevitable e incorporado a nuestra realidad. Entendida como un instrumento de cuidado y defensa. Entendida como un mecanismo de deliberación política. Entendida como una variable dentro de la correlación de fuerzas. En resumen, la pregunta es cómo trataremos de comprenderla y como participaremos de ella.
Asumido su carácter instrumental, debemos formularnos una tercera interrogante ¿hasta dónde estamos dispuesto a llegar?, ¿cuál será nuestra contribución concreta? Nuestra violencia no puede ser un acto desesperado ni impensado, la desesperación no sería más que la bandeja en la cual nos serviremos gratuitamente. Es necesario despojar a nuestra violencia de sus ropajes festivos y espontáneos. No puede haber fiesta ahí donde hay dolor implicado. Tampoco la violencia puede ser un grito destemplado y anónimo en mitad de la noche. Nuestra violencia debe ser dirigida y meditada, con un objetivo y métodos claros. El ejercicio de la violencia, dada sus consecuencias, debe ser un ejercicio responsable.
Es así que nuestra violencia debe ir de la mano con la movilización, con la organización, del conocer con claridad posibilidades y limitaciones, tanto nuestras como las del adversario. Nuestra violencia es uno de los ejes para estructurar un proyecto de sociedad acorde a nuestras demandas, porque solo una sociedad capaz de defenderse a sí misma es mínimamente factible.
No hay dudas del valor infinito mostrado por quienes luchan en nuestras calles. Pero el valor no es suficiente, nos falta un método, una forma de encauzar toda nuestra fuerza. Un proyecto. Vivimos en un vacío de poder y es necesario llenar ese vacío con un proyecto. Porque se eso se trata, de tomar el poder para desarrollar un proyecto de sociedad. De enterrar a la poesía y hacerse cargo de la política. De acabar con la fiesta y empezar a comportarnos como en la guerra en la cual estamos inmersos.