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Cuando aplaudimos la esclavitud: niños futbolistas

Por Diego Torres.

#DeFrente

 

Imagen relacionadaFútbol. Pasión. La barra que canta entre el estallido de humo de colores y papel picado. El bombo que encabeza el ritmo al que se mueven los lienzos y se rajan las gargantas. Entre las dos hinchadas, el rectángulo verde en el que se mueve una pelota pateada por veintidós jugadores que a veces solo tienen de distinto el color de las camisetas. Eso, lo que se ve, lo que se vive, es uno más de los aspectos capaces de ser cooptados por las ansias de riqueza. Querámoslo o no, el fútbol, como el deporte más masivo, ya sucumbió ante el poder del dinero, aunque mantenga una especie de aura romántica -también cooptada, cabe mencionar-. Y una parte estrictamente necesaria para que el fútbol sea ese festival de montañas de billetes rodando por todas partes (auspiciadores, derechos de televisión, comerciales, marcas de empresas por todos lados) son los jugadores. Porque la fiesta podría existir sin el fútbol, pero no sería fútbol. Y esos jugadores tienen que venir de alguna parte, ¿no? Esa es, precisamente, la pregunta que trata de responder el libro Niños Futbolistas de Juan Pablo Meneses: tratar de develar la tenue línea divisoria entre la persona y el eslabón de la cadena que mantiene el circo girando.

 

La premisa del libro es cruda: comprar los derechos de un joven talentoso a una de las tantas instituciones que puede querer venderlas: clubes, agentes, incluso familias. Pronto queda claro que el término “derechos” es un eufemismo para el niño mismo, y que el hecho de haber pagado por la representación pone al comprador en un nivel superior, desde el que tiene la potestad de opinar y ser voz autorizada de todo lo que concierne al desarrollo del niño. La palabra niño no es antojadiza. En el primer capítulo se retrata una especie de casting en la que seis o siete potenciales estrellas son entrevistadas a la vista del autor, ahora devenido en representante, y del director de la escuela de fútbol a la que pertenecen. Ninguno de los nombrados supera los diez años. Todos tienen como sueño llegar a jugar en Europa. Buscar hoy sus nombres es un ejercicio vano: ninguno llegó.

 

El sueño de Europa no es solo de los niños, claro. Podría parecer así en un principio, porque son ellos los que juegan, los que entrenan, los que hablan. Pero los niños de nueve años no sueñan -o no deberían soñar- con llegar a ser los mejores y ganar cantidades indecibles de dólares. Su situación de vida es la que los pone, antes que todo, en esa posición. “Quiero poder pagarle las deudas a mi familia”, dice uno cuando le comunican que tal vez podrían ponerlo en un club europeo. Una y otra vez se repite la misma motivación: la de ayudar a su familia, porque no hay un solo niño allí que no haya nacido de la carencia. Todos quieren ser Alexis, cambiar el lavado de autos por ser el jugador mejor pagado de Inglaterra. Poder devolverle algo a todos los que lo vieron nacer. Pero, ¿cuántos son Alexis? Por cada uno que vive el sueño hay cien mil que quedan abandonados a su suerte, aquellos que apostaron su infancia en una cancha de tierra, haciendo la cimarra para ir a entrenar, entre adultos que los ven como un medio de algo, no se sabe qué, pero de algo más. El sueño de los padres de salir de la pobreza o de rellenar los vacíos personales. De hacer al hijo cumplir con los anhelos propios no alcanzados. El sueño de las agencias de representantes de poner un niño en europa y agrandar el nombre y la marca, cobrando una no tan pequeña comisión de por medio. El sueño de un club pequeño de poder vender un niño a uno más grande y usar esos recursos frescos para aumentar el radio de captación. El sueño del club grande de comprar al nuevo Messi y ganarlo todo. El sueño de ser el mejor. Para todos, este niño es un medio, ya no persona, y el lenguaje usado así lo dice. Se habla de rentabilidad, de contrato, de ventas, de derechos federativos, de imagen, formativos. La palabra educación es usada solo cuando se nombran los obstáculos que entorpecen el desarrollo de las habilidades futbolísticas. Padres que no tienen voz en el futuro de sus hijos porque ahora son los equipos, entidades impersonales, los que decidirán por ellos, y lo aceptan sumisamente, como otra regla del juego. Los clubes, cuando se sienten pasados a llevar al verse desfavorecidos en una transacción, hablan de los niños como parte de su patrimonio. Al sueño de llegar a Europa no le importa el niño, solo llegar. La familia, el idioma, la escuela, ese resto poco importante y muy molesto, es algo que se verá después, sobre la marcha. Lo importante es llegar, como llegó Nelson Bustamante.

 

 

Uno de los aspectos más invisibilizados por todos los otros estamentos que componen al fútbol es el del jugador en cuanto trabajador. El hincha pide que el futbolista quiera al club y a la camiseta tanto como él. Los clubes ven al futbolista como parte de su patrimonio o de sus bienes y no como un sujeto de derechos. Casos de clubes que no pagan sueldos a tiempo hay por decenas, amparados, en parte, por lo poco que pesan los sindicatos de futbolistas. La estructura del mercado de pases con fechas rígidas y límites de camisetas por temporada parece a veces una prisión. Y quizá la cara más despiadada del fútbol como antagonista del trabajador es en los niños que hablan uno tras otro en este libro. Niños que en teoría no deberían ser considerados trabajadores y, por tanto, no tienen relaciones comerciales formales con los clubes en los que entrenan. Esta regla es obviada en todos y cada uno de los países semilleros (la mayoría, latinos) y, lo que es peor, como los arreglos se hacen entre partes con una disparidad de información abismante, muchas veces las familias que depositan sus deseos en un representante quedan abandonadas a su suerte cuando el niño no logra copar las aspiraciones ajenas. Un niño no debería ser un trabajador, un niño de doce años no debería dejar de ir a la escuela para tener más tiempo de entrenar ni cambiarse de país porque un club le ofrece trabajo a sus padres a cambio de que pueda jugar en las divisiones inferiores antes de tener la edad legal para firmar un contrato. Nada de esto importa. La rueda de los millones debe seguir andando.

 

Algunos, estando dentro, se dan cuenta. Lo dice en el libro la, en ese entonces, presidenta del Club Social, Atlético y Deportivo Ernesto Che Guevara: “La gente lo ve como algo normal que el chico se vaya, que el club cobre, que la familia cobre y que el chico sea negocio. Como si fuera un producto más del mercado en la sociedad de consumo en que vivimos”. Y, querámoslo o no, somos siempre parte de este mercado del fútbol. Cuando vamos al estadio, cuando vemos los auspiciadores, cuando prendemos la tele. Siempre. Cada una de nuestras acciones, conscientes o no, contribuyen a que un niño de la población sea vendido como un artículo de lujo.

 

Porque, al final, todos contribuimos al círculo de la miseria.

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