
Capitalismo y desastre en la era de la “pesadilla americana”
Por Joana Salém
Historiadora. Máster en desarrollo económico de la Unicamp y estudiante de doctorado de la USP. Actualmente es investigadora visitante en la Universidad de California en Irvine.
Traducción: Fortunato Morales
La mañana del lunes 5 de febrero, el taxista Douglas Schifter, de 61 años, se disparó en la cabeza sentado en el asiento del conductor de su auto, después de estacionarlo en frente de la Municipalidad de Nueva York. Poco antes, dejó un mensaje en Facebook: «trabajo 100-200 horas consecutivas casi todas las semanas de los últimos 14 años o más. Cuando el servicio [de taxis en NY] comenzó en 1981, trabajaba en promedio 40-50 horas. ¡No puedo sobrevivir trabajando 120 horas! Yo no soy un esclavo y me niego a ser uno».
En el post de la red social, responsabilizó al ex alcalde Michael Bloomberg, el ex gobernador Andrew Cuomo y al actual alcalde Bill de Blasio por destruir la industria de los taxis en la ciudad de Nueva York, en colusión con las megacorporaciones Lyft y Uber, «conocidas por ser mentirosas, traidoras y bandidas». Según Bhairavi Desai, representante de la New York Taxi Workers Alliance (la asociación de los taxistas de la ciudad), la situación límite de Schifter corresponde a la de más de 100 mil conductores. «Esa es la realidad de la llamada Gig Economy», explica Desai,»las personas están siendo tragadas por la pobreza». La economía Gig es el fenómeno de sustitución de empleos estables por una profusión de trabajos mal remunerados, inseguros y fragmentados. La supuesta «flexibilidad» expande las jornadas de trabajo de manera impensable desde hace 30 años. Es la consecuencia de la crisis de la sociedad salarial.
Una semana antes del suicidio Schifter, Los Angeles Times informó que la tasa de personas sin hogar en Los Angeles había crecido un 75% en los últimos seis años, llegando a más de 55.000 personas. El mismo periódico reportó que en 33 de las 34 ciudades del vecino Condado de Orange, dormir o descansar en espacios públicos es un crimen. En Brasil, la región del sur de California se conoció en 2003 con la serie «The OC – En la tierra de los ricos». En 2017, la economía de los condados de Los Ángeles y Orange juntas llegaron a la marca de 1 billón de dólares: sería el 16º país más adinerado del mundo. De acuerdo con el Informe Mundial sobre la Desigualdad 2018, coordinado por el economista Thomas Piketty, entre 1980 y 2016, la riqueza del 10% más rico de los contribuyentes en los Estados Unidos aumentó de un 34% a 47% de sus ingresos.
En el libro «Saving Capitalism: for the many, not the few» (2015), el profesor de la Universidad de California en Berkeley Robert Reich argumenta que los valores democráticos y liberales fundantes del capitalismo estadounidense han sido arruinados. Un modelo parasitario de negocios, identificado con el 1% más rico, estaría gobernando en beneficio propio, destruyendo políticas de bienestar social y comprometiendo la representatividad del Estado. El resultado sería la producción masiva de la pobreza, el crecimiento de la desigualdad y, al fin de cuentas, la obstrucción del «funcionamiento» del sistema.
Reich fue secretario del Trabajo de la administración Clinton entre 1993 y 1997, cargo que dejó después de ver frustrado su intento de bloquear la desregulación acelerada de las leyes laborales, dirigida por bancos como el Goldman Sachs. En la utopía de Reich, existe un capitalismo democrático que funciona. Para encontrarlo, apunta, sería urgente educar a una nueva generación de empresarios con valores humanistas, que vuelvan a dar buenos ejemplos. Su libro se convirtió en una película del mismo nombre (muy bien hecha y disponible en Netflix).
¿Pero sería posible, como propone Reich, «salvar el capitalismo» de sí mismo? En 2007, Naomi Klein, periodista y activista canadiense, autora de tres best-sellers que se convirtieron en documentales, ya indicaba que no. En «Doctrina del shock. Un ascenso del capitalismo del desastre», ella analiza las ventajas de las empresas capitalistas que ganan en situaciones de calamidad pública, generadas por desastres naturales, golpes de estado, guerras y diferentes formas de crisis humanitaria. Al final, cuando la tragedia se vuelve rentable, el caos y la desesperación se transforman en activos económicos deseables. Los hechos que siguieron al paso del huracán María en Puerto Rico en septiembre de 2017 ilustraron con exactitud los argumentos de Klein.
En octubre, cuando la población puertorriqueña se encontraba en estado de aislamiento, con falta de luz y agua, la compañía eléctrica estatal de la isla, la Prepa, firmó un contrato de 300 millones de dólares con la empresa estadounidense Whitefish para la reconstrucción integral la red eléctrica del Estado. El contrato no determinaba un plan de trabajo y no había plazo para la conclusión del servicio. Whitefish tenía sólo dos empleados registrados en su pequeña oficina en el estado de Montana.
En febrero de 2018, otro escándalo: los 30 millones de comidas compradas por FEMA -Agencia Federal para el Manejo de Emergencias- para el suministro de Puerto Rico después del huracán, sólo el 50 mil fueron entregadas. La empresa responsable, contratada por 156 millones de dólares, es propiedad de una sola mujer. Otro pedido de Fema, 30 millones de dólares en lonas para refugios de emergencia, tampoco llegó.
Un abismo comunicacional
Después de tres o cuatro décadas de empobrecimiento, desempleo y desalojos, cada vez más gente está desilusionada con el sueño de la «clase media americana». En realidad, el sueño parece haberse convertido en una pesadilla. El «American Dream» se volvió nightmare. En una ola de resistencia, cada vez más personas se han comprometido en iniciativas contrahegemónicas y movimientos antisistémicos, como el Black Lives Matter, articulaciones feministas que protagonizan la lucha anti-Trump, asociaciones de lucha de los inmigrantes y el activismo de derechos humanos. Pero también es verdad que las narrativas de salvación encuentran sus adeptos. Sobre la frustración colectiva, se desdoblan fenómenos aberrantes.
«¿Sabes por qué Hillary perdió?», me explicó un elector de Donald Trump. «Porque no podemos ser gobernados por una mujer.» El mismo elector aplaude la prisión de inmigrantes, el fin del asilo temporal para sirios y haitianos y la suspensión de la Dacca (decreto que protege a inmigrantes llegados cuando niños). Cuando Trump llamó a países centroamericanos y africanos de «shithole countries» (países de mierda), la comunidad internacional pasó una semana haciendo discursos de repudio. ¿Y qué pensaron los votantes de Trump?
Después de pasar cinco meses leyendo y escuchando noticias de Estados Unidos cada mañana, noto un estado de perplejidad de muchos ciudadanos con respecto a su propio país. Esta perplejidad no viene sólo del desastre social, del fascismo sin trabas y sus múltiples efectos violentos. Viene también de la creciente incomunicabilidad entre electores trumpistas y los varios frentes de resistencia anti-Trump. Es un fenómeno similar al brasileño: se formó un abismo comunicacional entre dos grandes sectores sociales, que perdieron un mínimo vocabulario común. Parecen hablar lenguas diferentes, basadas en supuestos contrarios.
Hay una zona de oscurantismo popular, una parte no despreciable de la población que se siente representada por las bravatas racistas de Trump, por su beligerancia misógina y por la elección que hace de las palabras. Y aunque la revuelta feminista y antirracista está cada vez más organizada, hay también una predisposición mental y emocional de millones de personas en identificarse con discursos opresores, hasta cuando ellos mismos forman parte de la mayoría oprimida.
En Brasil, en los Estados Unidos y en otras partes, el capitalismo ha avanzado hacia niveles sin precedentes de desastre social, destrucción ecológica y barbarie. Brotan expresiones reinventadas del fascismo. Para mí, una pregunta difícil sigue sonando: ¿qué hacer cuando la voluntad de oprimir se disemina también entre sectores oprimidos? Necesitamos afrontarla.
(1) Publicada originalmente el 10 de marzo 2018 por el periódico brasileño Nexo, sitio web: