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Capitalismo verde: ¿Podrán salvar los globalistas el planeta?

Por Nicolás Romero

#DeFrente

 

Repentinamente nos llenamos de matinales y noticieros con discursos apocalípticos sobre el cambio climático. Tonka Tomicic nos habla del drama de las familias chilenas que  acceden a agua de bebida a través de camiones aljibes para, a continuación, hacerle propaganda a la empresa de turno. La idea de que el capitalismo nos conduce a una crisis ambiental no es nada nueva y desde hace un par de décadas se encuentra presente en los discursos de ambientalistas, de las izquierdas y principalmente de los pueblos originarios de África y nuestra América. Lo nueva pareciera esa repentina preocupación de los capitalistas por el cambio climático y sobre la urgencia de las regulaciones ambientales al sistema. El discurso del «capitalismo verde»  expresa una pugna al interior del imperialismo norteamericano-europeo entre «globalistas» y «fascistas». 3 ejemplos nos sirven para ahondar en el punto.

 

En el momento alto de los incendios en la Amazonía una serie de estados europeos ofrecieron apoyo financiero y solicitaron a Piñera liderar esa tarea. El presidente de Brasil y amigo de Donald Trump, Jair Bolsonaro, respondió ofendiendo a la esposa de Macron y reivindicando la soberanía territorial de Brasil (la misma que niegan a Venezuela). A coro en Chile, Moreira defendió el derecho a la autodeterminación de Brasil en esta materia y denunció el intervencionismo de terceros países.

 

Unas semanas antes del incendio presenciamos la gira de Piñera en el Estado de Israel, cabeza de playa de EEUU en Medio Oriente. Conocido es el interés de los grupos sionistas por la Patagonia y sus reservas de agua (tanto del lado chileno como argentino). En esta se anunció una colaboración  orientada a la transferencia de tecnologías para enfrentar los procesos de desertificación y de acceso a agua. Así se presenta bajo un perfil ambiental una línea de colaboración que compromete aún más la soberanía nacional frente a una potencia extranjera.

 

El viaje en Velero de Greta y su próxima vista a Chile, en el contexto de la Cop25, ha abierto un debate sobre los intereses empresariales tras las denominadas «agendas verdes». En un reciente artículo el diario El Mundo denunció el entramado de capitalistas con inversiones en «energías renovables o alternativas» que supuestamente habrían ideado y financiado la gira de la menor. La misma pugna entre los capitalistas se expresa en nuestro país en la crítica del abogado y consejero de la Sofofa, Fernando Barros, a la COP25. En una columna en El Diario Financiero la señala como un evento «promotor del sometimiento del hombre al Estado«, generando una reacción en cadena desde el gobierno y los gremios empresariales. Desde la CPC su presidente, Alfonso Swett, señaló: «Entendamos una cosa (sobre) el problema del cambio climático, Chile aporta solo el 0,35 por ciento de las emisiones. Chile es el único país en el mundo donde el empresariado voluntariamente ha decidido retirar centrales de carbono«. De un lado quienes niegan el cambio climático, del otro quienes reivindican un capitalismo que incorpora equilibrios ambientales.

 

Inmanuel Wallerstein, reconocido por su aporte a la comprensión del capitalismo histórico a través de sus estudios sobre «el sistema mundo», alertó sobre el carácter «transformista» que crecientemente asumirían las pugnas entre los capitalistas en un contexto de declive del poder imperial norteamericano. El capitalismo como todo sistema nace, se consolida, expande y desarrolla, para luego iniciar una fase de declive que lo llevará a su término. Hoy los límites de la expansión capitalista, sumado a la pugna entre las grandes potencias expresado en el cerco estratégico de China a EEUU ha acelerado dicho declive. Es en ese contexto, señaló Wallerstein, donde las disputas de los capitalistas serán enchuladas como «políticas socialistas» o políticas de regulación al capital que se presentan como favorables para los intereses de la humanidad. Lo cierto es que bajo el velo lo que se oculta es una disputa entre dos alternativas de dirección de los imperialismos occidentales, ambas letales para la vida en el planeta.

 

EEUU se consolidó tras la segunda guerra mundial como «el imperialismo central», lo que le permitió constituir un orden internacional favorable a los grandes capitalistas occidentales. El término de la URSS consolidó a EEUU como la principal súper potencia, posición hegemónica que en parte se explica por el cerco conjunto en el que colaboró China y que tiene su antecedente en las conversaciones entre Mao y Nixon en el 73. Lo cierto es que globalistas apostaron por construir un orden global con fronteras porosas para el capital (especialmente el capital financiero), con instituciones globales «mediadoras» como el FMI o el Banco Mundial, donde los capitalistas occidentales pudieran mantener una mayoritaria influencia. Tanto Bush como Obama apostaron por este camino y, por ejemplo, promovieron la plena integración de China al mercado internacional y ya sabemos que buena parte del establishment republicano apoyó a Hilary Clinton. La crisis de dirección del imperialismo norteamericano desplazó a este sector de la presidencia de EEUU y está posibilitando la consolidación de alternativas políticas críticas de la globalización y, por ende, del orden internacional sobre el que se sostiene el poder de «los globalistas». Llamo «fascistas» a la entente de grandes capitalistas occidentales que sostienen alternativas de ruptura a la globalización por considerarla una camisa de fuerza. Son quienes en un contexto de crisis del sistema mundo capitalista apuestan por un nuevo reparto de las «riquezas» de Latinoamérica (espacio geopolítico en el que han sido arrinconados tras las derrotas en Medio Oriente y la consolidación del cerco estratégico liderado por China), apelando derechamente a la re apertura de ciclos autoritarios en la región. De allí la similitud con las potencias capitalistas del «Pacto del Eje» en la Segunda Guerra Mundial, representantes de capitalistas que llegaron tarde al reparto colonial. Los fascistas adoptan la estrategia de «pueblo contra pueblo» orientada a cargar las culpas de la globalización sobre inmigrantes o grupos oprimidos limpiando así la cara de los administradores de la desigualdad a nivel planetario.

 

En ningún caso existe una genuina preocupación ambiental de parte de los globalistas ni menos una renuncia a la guerra, digamos que ambas cabezas del águila apuestan estratégicamente al control del petróleo venezolano, única forma de movilizar sus ejércitos para así intentar hacer prevalecer su superioridad militar cuando esto sea necesario. A su vez la preocupación de los globalistas por el cambio climático en buena medida se explica por  su anclaje en el negocio de las energías no convencionales y renovables, aunque no debemos desatender la atención que ciertos capitalistas han colocado a la necesidad de reformas que hagan posible el capitalismo a mediano plazo.

 

Mientras globalistas promovían la intervención del FMI en Argentina, Bolsonaro cuestionaba a las derechas que no apostaban por una profundización capitalista más radical y violenta. Los globalistas asumen la necesidad de «regulaciones ambientales» como las que se promueven en reuniones como la COP-25, cuestión que es mirada con recelo por los fascistas quienes no están dispuestos a inflar un discurso que en definitiva «arruina el negocio» y peor aún, fácilmente puede llegar a cuestionar la legitimidad y viabilidad del capitalismo como un sistema global. Los fascistas promueven el negacionismo ambiental al mismo tiempo que catalogan a los feminismos como «ideologías de género», apuestan por liderazgos autoritarios, que se fortalecen desde la crueldad de la cultura del espectáculo. La señal es clara, «no estamos dispuestos a negociar». Lo anterior contrasta con la actitud globalista, la que se esfuerza por defender la ideología del estado democrático constitucional (fachada de las dictaduras del capital), cuestión que sólo es posible organizando la «alternancia» que permite el «progresismo» (el giro tipo Tony Blair o la deriva de la renovación socialista). Así globalistas acostumbrados a las fiestas de máscaras administran discursos «democráticos» para golpear a China en Hong Kong, discursos de DDHH para vía Informe Bachelet golpear a las izquierdas regionales, discursos tipo capitalismo verde para golpear a Bolsonaro y conseguir un mejor «reparto de la torta» en La Amazonía y de vez en cuando discursos «feministas liberales» como los que representa Hilary Clinton. Lo paradójico es que al momento las posiciones más abiertamente guerreristas son las representadas en el globalismo. Al parecer existiría un cuestionamiento no a la guerra en sí, si no a la estrategia desarrollada por globalistas.

 

Pareciera que esta divergencia se relaciona con distintos cálculos sobre el poderío del gigante asiático. Mientras globalistas apuestan por mantener y actualizar el «orden internacional» como vía para negociar/arrinconar a China, los fascistas en parte dan por perdida esa batalla y se preparan para enfrentar la guerra atrincherándose y construyendo coaliciones entre estados, como en parte ya lo representa la relación Trump-Bolsonaro.

 

¿Podrán los globalistas salvar el planeta? Está claro que no, pero comprender las pugnas imperialistas tras el «capitalismo verde» podría ser de ayuda para reafirmar que el problema es el capitalismo. También para alertar a la militancia anticapitalista frente a los cantos de sirenas que representa el Capitalismo Verde y la estrategia de apostar a regulaciones interestatales para enfrentar el cambio climático. El regulacionismo verde es la forma que adoptan los intereses de los capitalistas Globalistas quienes son los principales responsables del actual desastre ambiental. Si el problema es el capitalismo sólo podrá enfrentarse desde una política continental eco socialista.

 

 

Imagen extraída de Claudio Grosso

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