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Cuando el intelectual habla como analista político. Crítica a Carlos Peña

Por: Arturo Moreno Fuica

En tiempos de cocinas y expertos, develar las formas en las que los intelectuales cortesanos operan para confundir a los pueblos y recomponer la legitimidad del neoliberalismo, resulta de vital importancia. Compartimos a continuación una profunda columna de Arturo Fuica donde se analizan las posiciones del niño símbolo de la elite, el Rector Carlos Peña.

La distinción entre la multitud y los “pensadores de profesión”, tan antigua como la misma Filosofía Política, ha sostenido una tradición a lo largo de toda la Historia que ha interpretado el sentido de lo político (aquí entendido como algo diferente a la política institucional) con los modelos filosóficos. En este sentido, el acto discursivo del Rector Peña, en su entrevista dada el lunes 21 de octubre en T13, tiene un valor altamente ejemplar, pues, revela en la praxis qué ocurre cuando la elocuencia de un pensador profesional, como tal, ingresa al mundo de los asuntos humanos. Su influencia en la discusión pública se confirmó cuando, por un lado, sus opiniones fueron asumidas y repetidas como axiomas por numerosos políticos y comentaristas y, por el otro, generó el rechazo de algunos grupos de académicos. El pensador profesional como analista político se transformó en actor político. O, expuesto usando la dicotomía anterior, la filosofía se hizo cargo, una vez más, de lo político.

El Rector no perdería tiempo en la entrevista. A penas pasados algunos segundos comenzó a despachar los sucesos como un simple “estallido emocional de índole generacional”. Hablaría de un mero “espasmo violento” sin “ninguna orientación normativa”, para después establecer ‒ debido a la ausencia de “una agenda de reivindicaciones” o de “un listado de ideas” ‒ que todo lo que él había visto correspondía a una simple “conmoción pulsional generacional muy fuerte”. Y remataría: “Yo vi pandillas desordenadas con actitudes carnavalescas, orgiásticas, huyendo de la policía. Llamar a eso desobediencia civil es darle una dignidad que no tiene.” La entrevista no es larga (15 minutos y algo), pero suficiente para lanzarlo a uno a un verdadero hoyo negro. ¿Todo es simplemente un problema hormonal?

Cuando él pensador profesional habla en el espacio público de lo político nunca lo hace imparcialmente, aunque batalle por convencernos de lo contrario. Me explico. Con esto no me refiero a un compromiso partidista que legítimamente desee defender, sino a la posición existencial desde donde él habla. El pensador profesional no se ve como miembro de la multitud porque dominado por su actividad siempre se retira del mundo de los fenómenos a pensar sobre ellos. Y es que el pensador profesional invariablemente se mueve en el mundo perfecto y armonioso de las ideas, en el cual 1+1 es siempre 2. Y esto ni siquiera Dios puede cambiar. De ahí que, su desprecio por las caóticas eventualidades, propias del mundo de las acciones humanas, es casi instintivo. De tal manera que desde su posición el pensador profesional tiene buenas razones para dejar dominarse por esta inclinación. Sin embargo, para los habitantes del mundo cotidiano dicha hostilidad filosófica se presenta como una aversión casi pulsional frente a la contingencia, precisamente la condición humana que no sólo lo rige, sino que actualiza el mundo real de las relaciones humanas. Allí donde la filosofía observa sólo caos, lo político ve infinitas potencialidades de nuevos actos de asociación. Aunque la esfera de lo político es siempre anterior a la política ‒ entendida y constituida esta institucionalmente ‒ y esta recibe de aquel la legitimidad para existir y ejecutar, la relación entre ambas raras veces se da sin roces. El error cognitivo fundamental es creer en la posibilidad de que ambas coincidan. La verdad es que esto ha sido siempre la meta final de todo totalitarismo. La ilusión de la política (institucional) es creerse representante de lo político y el extravío de lo político es siempre creer que no se debe activar mientras las instituciones representativas “funcionen”. Dicho todo esto, creo que se puede entender que los pensadores profesionales siempre pongan todas sus fichas en la política institucional. Ella es para ellos la fuente por excelencia que dona orden y armonía al mundo contingente e inseguro de las acciones humanas. Por esta inclinación hostil (o prejuicio) es que nos permite hablar de una parcialidad frente al espacio humano de la cual Carlos Peña, como pensador, es víctima.

Su posición no es de ningún modo original. Salvo algunas excepciones, esta hostilidad a la contingencia está presente en casi todos los pensadores profesionales que han obtenido un lugar – grande o pequeño – en la tradición del pensamiento occidental y esto desde sus orígenes. Los orgullosos representantes de esta tradición (y por favor estos se han repartido en todo el espectro político partidista) no pueden evitar reaccionar casi inconscientemente como un Platón, quien buscó ordenar el caos reinante en el ámbito político: institucionalmente, con un tirano y, cognitivamente, con aquella verdad producida por la mente humana y que llamamos “verdad de razón”. Con la sentencia de Martin Heidegger, “la luz de lo público lo oscurece todo”, esta predisposición alcanzó su cenit en la filosofía del siglo XX. Con su opción por el Führer dicha práctica se hizo grotesca. Por favor, estoy lejos de ubicar al Rector Peña al lado de las opciones políticas de un Platón o un Heidegger. Sin embargo, creo que su franco y abierto culto al orden, sin adjetivos, y su defensa casi mesiánica de su portador moderno, el Estado (nacional), se encauza en esta tradición.

Dicho todo lo anterior, no debiera extrañarnos el temperamento punzante del entrevistado. Cuando el pensador profesional abandona el mundo armonioso de las ideas perfectas, para integrarse al espacio que habitan otros (por ejemplo, cuando el pensador profesional habla como analista político), aquí él se siente siempre ofendido, pues, bajo la condición humana que generan la presencia de “los otros”, el pensador profesional no puede entender, y menos aceptar, que su “verdad racional” (propia de las especulaciones aisladas de la actividad del pensar) pierda su validez absoluta y sea transformadas en una opinión más.

Precisamente, ha sido la misma tradición de donde se sustentan las argumentaciones del Rector Peña la cual nos ha presentado la actividad del pensamiento como una ocupación aislada, como un “dialogo silencioso entre el Yo y el Yo mismo” (Platón). Por lo mismo para su activación es esencial retirarse de ese espacio donde habitan “los otros”. Consecuencia: cuando el pensador profesional piensa no se halla donde está en realidad. La tradición habla aquí de la paradoja que domina la relación entre el “Yo pensante” y el “Yo real”. ¿Posee todo esto una importancia meramente teórica o es irrelevante y vacía para el mundo real de las acciones humanas? ¡En ningún caso! Cuando la religión, por ejemplo, domina el ámbito público. Ella no sólo determina la constitución de las instituciones y las costumbres de la sociedad, sino también impone una forma de pensamiento para enfrentar la realidad. Lo mismo ocurre con el imperio de la economía ‒ con ella es el pensamiento instrumental el que se impone ‒ o con cualquier otro dominio de algún idealismo sea este de carácter normativo, ideológico o filosófico.

Carlos Peña tiene muy claro el peligro que encierra el aislamiento constitutivo de su profesión – el pensar – y quizás por este motivo en una única frase – eso sí, que se podría leer como entre un paréntesis furtivo – apela a los otros cuando establece que puede ser que ante lo ocurrido se le “haya escapado algo”. Todo observador de la realidad está en una posición que le permite ver sólo una parte de todo el fenómeno. El acto cognitivo político per se es el comunicarse con otros que observan el mismo fenómeno pero desde otra perspectiva. Sólo esto hace que nuestras subjetividades puedan alcanzar grados de certeza. Sin embargo, así como fugazmente establece que se le podría haber escapado algo, así también de rápido asume su perspectiva – y eso es el drama para él, es sólo una perspectiva ‒ una posición totalizadora sobre los hechos del fenómeno y la mantiene hasta el final de la entrevista. Es que no puede evitarlo. Resultado: no se le escapó algo, sino que mucho. La actitud del Rector no sería alarmante si sus opiniones no fueran empacadas como axiomas. Es en este momento cuando el asunto se transforma en un problema político de primer orden, pues si ante la pregunta sobre lo que ocurrió realmente no nos ponemos de acuerdo, toda la discusión que venga después se transforma en una farsa. Expresado de una manera más directa, si empezamos a discutir sobre si Polonia invadió Alemania en 1939 o si fue al revés todo intercambio posterior de apreciaciones se hace inútil. Lo que cualquier mortal bien intencionado pediría es no polemizar sobre la verdad factual, sino sobre las opiniones que se han planteado sobre ella. Por supuesto que hay opiniones y opiniones, pero su calidad política debe medirse en la medida que siguen atadas a los acontecimientos que las generaron y nunca por los pergaminos sociales de cualquier tipo que el comentarista que expone pueda poseer, incluso justificadamente.

Dicho esto, es oportuno ahora desvelar a lo que aspira la disposición específica del Profesor Peña con la ayuda de una pregunta. ¿Por qué se muestra embelesado en cargar la balanza en los hechos de violencia? Para la tranquilidad del Rector, yo vi actos de criminalidad individual y grupal. Como el parcito que con una serenidad impresionante metían un televisor plasma en un automóvil de lujo. ¿Pero solamente fue este tipo de hechos que ocurrió? ¿Por qué no pone en la balanza también la participación totalmente pacífica de las marchas o el caceroleo masivo, cuya grandeza se encuentra precisamente en su ausencia de violencia y que hasta la fecha de su entrevista ya se habían visibilizados? ¿Por qué no nombra esos diálogos espontáneos entre militares y civiles, cuyo valor se hace indiscutible en un país con un presidente que había declarado la guerra? ¿Por qué a un pensador profesional como Carlos Peña sencillamente se le escapan estos acontecimientos integrativos de la realidad del suceso? Estoy completamente seguro que él sabe que si deseamos comprender el fenómeno social que nos convoca debemos aceptar, en primer lugar, lo que su fenomenología nos arroja a la cara y esto aunque nos duela. Pero la posición del Rector Peña muestra una clara disponibilidad a sacrificar esta oportunidad cognitiva. De la manera como él articula el relato de sus observaciones, todos los que también pudimos ver otros hechos (por favor, nótese el plural), somos para él automáticamente, en el mejor de los casos, víctimas de una ilusión óptica o, en el peor, unos simples idiotas. Así, su discurso debería ser visto como un ejercicio de autoridad, ante el cual, en otros tiempos, quedaba sólo repetir las famosas palabras de Galileo Galilei: “pero se mueve.” El asunto se empeora más aún, pues del mismo modo enjuiciar los acontecimientos diferente a él pasó a ser “un extravío total”, “una tontería”, algo “simplemente inadmisible”, “simplemente absurdo” o una expresión de “confusión total”. Estos y otras calificaciones hacen el intercambio de opiniones tanto para él (quien quiere razonar con idiotas es al final un idiota mayor) como para mí (¿cómo razonar con alguien que desconoce a priori mis observaciones o experiencias?) imposible. Esta es la más peligrosa consecuencia de la intervención del Rector Carlos Peña.

El único ejercicio que nos podría mostrar un camino de solución para este conflicto cognitivo es dialogar con otros (ojalá que se ubiquen lo más lejos de mi perspectiva) para saber si ellos vieron o escucharon lo mismo o no. Es la única manera tanto para él como para mí de poder superar lo que él mismo denomina “certeza subjetiva” y de lo cual acusa al resto. Y efectivamente, las imágenes tanto de las fuentes comunicacionales formales como de personas particulares mostraron desde un principio a muchos jóvenes, pero también a muchos adultos e, incluso, ancianos. A pesar de esto, el Rector Peña está dispuesto a sacrificar aquello que en toda su multiplicidad verdaderamente ocurrió frente a nosotros, para imponer la idea de un problema generacional. Asimismo, es cierto que se vio pequeñez humana, pero también muchísima grandeza; actos de enajenación, pero igualmente acciones de una increíble cordura; cobardía, pero asimismo mucho coraje; en fin, hubo furia pero sin duda también aquella felicidad pública que envuelve al sujeto sólo cuando puede mostrarse junto a otros en el espacio público y logra observar que no está aislado en su desgracia. En cierto modo, las encuestas en Chile, por supuesto con otro lenguaje, mostrarían hace décadas esta falta de felicidad pública, resumido en la expresión: me siento feliz con mi vida. Sin embargo, estoy descontento. Si mi interpretación aún permanece atada a las experiencias reales, podría afirmar que el inicio de todo fue el momento en el que para una mayoría desequilibrante de personas no pudieron seguir hablando ni siquiera de un optimismo basado en el deleite privado. Pero todo esto será tarea de los sociólogos dilucidar.

¿Qué hace que una persona de un alto grado de inteligencia esté dispuesta a enjuiciar de una manera tan parcial un fenómeno social? Creo que el maniqueísmo de Carlos Peña se podría entender si se revela lo que realmente para él está aquí en juego. En esto él es muy sincero, algo que realmente se agradece. Si alguien demandara resumir en una palabra el interés cardinal que mueve sus afanes, esta palabra sería sin ninguna duda “orden”. ¿La razón de existencia del Estado para él? Sencillamente, “proveer orden, es decir, producir orden social […] favorecer que las personas se relacionen unas con otras en condiciones de interacciones predecibles y pacíficas.” “Sin eso el Estado se deslegitima del todo.” El asunto adquiere niveles “mefistoides” cuando argumenta que “si el Estado no es capaz de producir orden”, “todo lo demás que esperamos de [él] – que provea bienes de subsistencia, que provea momentos de solaz, todas aquellas cosas que [la gente] apetece – son nada, son humo, son ruido, son furias.” Esto suena tan cercano a lo que nos advirtió Alexis de Tocqueville sobre la “opresión dulce de un Estado-providencia”, que sencillamente desconcierta. Este desconcierto se transforma en angustia cuando uno recuerda que el hedonismo político ha sido sustento de los dos totalitarismos y de la mayoría de las dictaduras que ha visto la humanidad en el siglo XX. Por último, la angustia se transforma en perplejidad cuando uno entiende que el Rector Peña no sólo está planteando una defensa del orden estatal, sino también un “orden cognitivo”. En consecuencia, ahora un ente superior debe instruir a los ciudadanos en qué y cómo tienen que pensar.

Sobre el mesianismo del orden que patrocina Carlos Peña hay que decir algo más. En primer lugar el “principio orden” puede asumir formas y colores muy diferentes en la realidad. ¿Afirmar esto es de Perogrullo? Parece que no, si pensamos en la entrevista del Rector. Pareciera que hay que volver a recordar que la dimensión camaleónica del “orden” exige un alto grado de responsabilidad si se pretende usar este principio como carta argumentativa. Las experiencias que nos arrojan la Historia nos muestran que incluso en los campos de concentración de Auschwitz o en los Gulags soviéticos regía un orden. ¿Es el ejemplo exagerado? ¡Por supuesto!, pero con la intención de explicar que el orden es garantía sólo de eso, orden. Su defensa como panacea se enmarca en la tradicional tendencia de la Filosofía Política (no de la Teoría Política) a imponer un absoluto para neutralizar el mundo relativo, contingente e incierto de las relaciones humanas. El problema para la experiencia verdaderamente política es que cualquier absoluto no hace más que destruir el mundo políticamente entendido. ¿Por qué? Sencillamente porque en el reino de los absolutos el discurso y el dialogo abiertos pierden sentido. Lo tendencioso del asunto se muestra cuando estos mismos representantes del orden como principio absoluto se enfrentan a las pretensiones de una justicia absoluta. Aquí sus convencimientos se disponen sencillamente de otra manera. Es interesante recordar la cita clásica que se coloca en boca de todos los defensores de una justicia absoluta: la justicia tiene que seguir su curso aunque el mundo perezca. Es lo que Max Weber tradujo como la “ética de la convicción”, que estaría dispuesta a imponerse aunque no deje ningún orden institucional en pie detrás suya, y que la contrapuso con la “ética de la responsabilidad” la cual siempre decide considerando el mantenimiento del orden general. ¿Mucha teoría nuevamente? Pues, es en esta tradición argumentativa que se inserta el precepto de “justicia en la medida de lo posible”. Más allá que, por un lado, es totalmente cierto que una justicia absoluta ‒ por ser eso, absoluta ‒ es imposible en el reino de las relaciones humanas y que esta convicción, por otro lado, ha sido utilizada en la Historia para justificar la injusticia y el crimen, el problema central aquí es otro para mí. Yo creo que también impera un principio absoluto cuando alguien postula el orden por el orden, sin considerar sus consecuencias en el mundo de los seres humanos. O parafraseando la cita anterior, ahora como pregunta: ¿Tiene que seguir el orden su curso aunque el mundo perezca, aunque deje detrás suyo sólo un desierto? Sería inconsecuente responder esta pregunta afirmativamente y rechazar, a la vez, el principio de justicia absoluta. Por favor, creo que no es necesario aclarar que no pretendo ser una apologista del caos, de la violencia criminal, de la desorganización política y ciudadana o algo parecido. Mi propósito es demostrar que el mesianismo del orden “à la Peña” pareciera estar dispuesto a no enterarse de la versatilidad nociva que el principio puede asumir y lo que la Historia, en términos generales, nos evidencia al respecto: ¿Es posible una sociedad sin orden estatal? La respuesta es sí. ¿Es posible una sociedad sin orden? La respuesta es un rotundo no.

Actualmente, la pregunta central a discutir es si el destino de la política institucional de nuestro país depende de la dignidad que se le otorgue al espacio de lo político. Y precisamente es esta pregunta que no se ha planteado, no está siendo planteada y – cuando escucho al Rector Peña – no hay interés de que sea planteada. Esto se comprueba en sus breves pero decisivos planteamientos sobre si lo ocurrido era desobediencia civil. Y la verdad es que el interés sobre esto no es académico, sino netamente político. Me explico. Cuando Carlos Peña rechaza vehementemente todo intento de hablar de desobediencia civil y lo califica de “tontería”, tiene por objeto borrar todo mínimo destello de grandeza en lo ocurrido. Él mismo lo explicita: “Llamar a [esto] desobediencia civil es darle una dignidad que no tiene.” De pronto, saber lo que realmente ha acontecido ya no es lo urgente. Ahora lo apremiante es que lo ocurrido no tiene que asumir por ningún motivo un carácter ejemplar, es decir, no debe entrar en la tradición como un acto digno de ser recordado y, con ello, menos de imitar si requerimientos homólogos se repiten en un futuro cercano o lejano. Y para esto el Rector Peña está dispuesto a usar rápidamente todo el instrumentario que le entrega la misma tradición del pensamiento político. Sin perder tiempo establece: “La desobediencia civil se entiende como un acto en virtud por el cual un ciudadano desobedece conscientemente la ley cuando tiene poderosos motivos morales para hacerlo y se dispone, en consecuencia, a aceptar el castigo penal para dar una lección al resto de los ciudadanos de cuan injusto es el mandato legal.” Quién tenga otra concepción de este fenómeno, agrega de pasada, es “tonto” o “realmente está confundiendo todo.” En esta oportunidad no me interesa discutir si lo que ocurrió fue o no desobediencia civil. Lo único que puedo decir es que en términos generales es difícil aplicarle al movimiento en Chile esta definición, aunque creo haber visto numerosas prácticas de personas concretas que habrían actuado de esta manera. Más relevante para mis intereses es establecer lo selectivo del ejercicio de autoridad intelectual del Profesor Peña.

Sí, es cierto: el pensador hace uso de la tradición del pensamiento como una vasija desde la cual saca lo que le sirve. Debo aclararle al lector que esta actitud discriminatoria es muy común tanto de los que tienen como profesión la actividad intelectual, como de los científicos que trabajan en laboratorios. Lo ideal sería saber el parámetro de la selección y que la selección no se transforme en interferencia. En nuestro contexto debemos saber que la definición de desobediencia civil que rescata el Prof. Peña de la tradición es sólo una de las posibilidades, sin duda la más usada. Pero el mayor uso de algo no lo hace indiscutible. Como quiera que sea, lo que uno hubiera esperado es que el Rector hubiese advertido a sus oyentes que la definición que defiende ha sido desde que apareció intensamente criticada por esa misma tradición de donde la socó. Sin embargo, él la lanza como un axioma y como tal la separa del contexto de lo debatible. El inconveniente político asume nuevamente el carácter de tragedia. Sólo un afán cognitivo que rompió la relación con los sucesos humanos puede aspirar a presentarse como axioma. Doy a continuación algunos elementos que se han constituido como anzuelo de la crítica a la definición que lanzó Carlos Peña.

Primero, esta suerte de autoinmolación legal que integra la definición es sumamente problemático. Es cierto que “el orden estatal” lo exige para no clasificar al ciudadano desobediente como un delincuente común. Sin embargo, ya la tradición la objetó como lo exclusivamente constitutivo de la desobediencia civil, pues el autosacrificio como elemento constitutivo también se haya en los fanáticos obsesivos, en los chiflados y, en su expresión más radical (estar dispuesto a ofrendar la vida), en los mártires. En la actualidad, se observa claramente esto último también en el síndrome Amok o el terrorista moderno. Segundo, el incumplimiento consciente de la ley por parte del actor social, quien desea el castigo correspondiente para demostrar lo injusto que es la ley, hace ahora que la definición se transforme simplemente en un lío mayúsculo. Así entendido, la desobediencia civil no podría diferenciarse de cualquier delito cuyo autor estuviera dispuesto a exigir, civilizada y voluntariamente, la pena correspondiente. Además, ningún abogado penalista en Chile, creo yo, iniciaría su alegato con la siguiente frase: “Señor Juez, mi cliente desea ser castigado.” Tercero, el elemento de los “poderosos motivos morales” para desobedecer civilmente en ningún caso salva la definición, pues al acto moral le es suficiente una persona aislada para actualizarse. Por el contrario, la desobediencia civil siempre exige un colectivo con organización mínima. Y de esto se trata en política siempre, de acciones concertadas con otros y nunca del acuerdo del yo consigo mismo, acuerdo que nos permite dormir tranquilos. Quizás un ejemplo para que la distinción quede más clara: evadir pagar el Metro de Santiago por un joven asilado, hijo de uno de los tecnócratas que decidió el aumento del precio del pasaje, bajo el credo moral socrático, es preferible sufrir que hacer sufrir, pretende, si me permiten usar la traducción religiosa, salvar su alma, pero en ningún caso cambiar, en última instancia, el sistema que decidió el aumento. Ahora pensemos en lo qué pasó cuando el acto apareció colectivamente frente a los ojos de toda la opinión pública. Ahora sí se trata de cambiar el mundo del transporte, por lo menos, que comparto con los otros. Además, algo no menor en nuestro contexto, querer rescatar el axioma acudiendo al elemento de “poderosos motivos morales”, que la definición contiene, sería caer en eso que el mismo Profesor Peña crítica enérgicamente: la presencia en las discusiones públicas de lo que él llama en su entrevista “buenismo”. Por último, mientras el criminal común siempre busca no ser advertido por los otros, el desobediente civil siempre quiere mostrarse ante la luz pública, por cierto, a veces inofensivo para el orden público, a veces apaciblemente sentado en las escaleras de una oficina pública y otras de manera desafiante. Esto es central entenderlo. Y quizás este es el elemento más represente en lo que ha ocurrido en Chile, si recapacitamos en el hecho de que desde las primeras manifestaciones lo que menos se ha observado han sido personas encapuchadas.

Pero volvamos a la argumentación generacional. En relación ahora a la pregunta sobre si sería posible educar a los jóvenes, el Rector Peña lo considera viable, pero plantea una condición: “que los viejos abandonen esta especie de beatería juvenil que de pronto los ha asaltado a muchos de ellos, que creen ver en los jóvenes un depósito de objetivos de pureza de intenciones, como si los jóvenes fueran capaces de avizorar un horizonte que los viejos no vemos.” Agrega: “hemos erigido a los jóvenes en un depósito de pureza, cuando los jóvenes son capaces de tanta maldad y de tanta estupidez como los adultos y son tan culpable de lo feo de este mundo como lo somos nosotros.” Y remata: “Esta idea que la nueva generación viene exenta de pecado, sin hacer suya parte alguna de la Historia ni del mundo que tenemos en común es de las cosas más absurdas que pueda haber. Pero hoy día vemos que a la juventud se la glorifica.” ¡El pecado original bíblico transformado en argumento político! Esta opinión sería ridícula, sino fuera por el hecho que viene de un Rector y Profesor que trabaja todos los días con jóvenes. ¿Glorificación de la juventud? ¿Depósito de pureza? Permítanme dejarme dominar, por un momento, por la misma disposición pensante del Rector Peña, la de generalizar ‒ un pecado intelectual por sí mismo ‒, para recordar que el Estado chileno, en su “estado” actual, sencillamente ha definido a toda la juventud a partir de los 14 años como sujeto punible. Como si esto no fuera suficiente, se ha abusado de ellos en instituciones estatales como el CENAME, el ejército (la tragedia de Antuco el 2005 es sólo la expresión más dramática), colegios o la iglesia, y quizás en cuantas instituciones estatales y sociales de las cuales aún no nos enteramos. Y no me quiero detener en el trato que en democracia se les dio a los adolescentes cuando salieron a manifestarse por una educación gratuita y de calidad. Lo sorprendente de los adjetivos usados por el Rector Peña para referirse a las nuevas generaciones, incluyendo una incapacidad de discernimiento innata, tiene mucho de sustento biológico. Ahora yo le exigiría tener cuidado considerando que aquí la Historia es clara al mostrarnos que muchas injusticias se sostuvieron gracias a su naturalización, desde, por ejemplo, la justificación de la esclavitud (tanto en la Grecia antigua, como en los inicios de la democracia en los Estados Unidos), pasando por la defensa del voto censitario, hasta la negación del derecho a voto de las mujeres. Y si vivimos en un orden que desde hace mucho tiempo no sólo amenaza las condiciones de existencia de las futuras generaciones (como lo han dicho científicos de la calidad Stephen Hawking, es decir, ningún representante de alguna teoría comparativa), sino también que amenaza con terminar la Historia humanamente entendida de manera fáctica, deberíamos, por lo menos, revisar políticamente la posición de las futuras generaciones en las decisiones políticas actuales.

Queda como misterio saber qué experiencias llevan al Rector Peña a generalizar, una vez más, cuando establece que “los viejos” cultivarían una “beatería juvenil” y considerarían a los adolescentes “un depósito de pureza de intenciones”. Cómo llega a establecer que los adultos no creen que los jóvenes sean capaces de estupidez como ellos mismos es también una argumentación biologizante, pero al revés. Sería como afirmar que la estupidez o la maldad son características propias sólo de los que carecen de inteligencia. Lamentablemente esto es también un peligro presente en todos, incluyendo en los que han tenido una destacada formación académica. Obviamente desde el punto de vista del mundo de las relaciones humanas es más irritante encontrarse con un “estúpido inteligente”, sin olvidar que él puede hacer más daño que el propio malvado puro. Es la misma incomodidad que nuestro sentido común experimenta cuando un representante de la iglesia predica el cultivo de la bondad y hace cosas espeluznantemente malvadas o cuando un grupo de narcotraficantes hace donaciones a una escuela pobre. Sin embargo, todo el frenesí crítico del Rector Peña contra las nuevas generaciones (sus anteriores comentarios sobre Greta Thunberg se enmarcan en el mismo riel argumentativo) carecen de importancia frente a su extravío de “culpar” tanto a los adultos como a los jóvenes “de lo feo de este mundo”. Y es extraño, pues como jurista el Rector Peña tiene que saber de manera precisa qué comprende la culpabilidad. Referirse a este concepto seriamente me exigiría desviarme durante un buen rato de mi asunto. Pero permítanme establecer el principio cardinal que constituye este término: el fenómeno culpabilidad se expresa siempre de manera individual, nunca colectiva. Y esto lo sabe o lo debiera saber todo estudiante de primer semestre de Derecho.

Deseo concluir estas opiniones ‒ pues así prefiero presentar todo lo que he plateado, en ningún caso como axiomas ‒ presentando algunas observaciones sobre la correlación entre autoridad y coacción que hace el Rector.

Carlos Peña establece con admirable consecuencia, como todo su discurso en la entrevista, que “la sociedad es un complejo sistema de reglas a las que inevitablemente hay que imponer con la amenaza actual o eventual de la coacción que monopolizan los órganos legítimos del Estado.” ¿Cuál es la base de esta sentencia? La respuesta es muy simple: una concepción negativa de la naturaleza humana que alcanzó su más alta expresión en la obra de Thomas Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre.” Dejemos de lado el hecho de que Hobbes escribió sus textos entendiblemente angustiado por la guerra civil que vivía su amada Inglaterra. Tampoco no toquemos la problemática epistemológica de que quien plantee una “naturaleza humana”, sea negativa o positiva (como la respuesta de John Locke a Hobbes) siempre hablará sobre El Ser Humano y nunca sobre los Seres Humanos. Concentrémonos más bien en la certificación del mismo Carlos Peña cuando dice: “La pulsión básica de la vida social, aquello de lo cual la gente huye como de la peste, es el miedo al otro, el miedo a que el otro le agreda. Esta es la pulsión básica de la vida social. Y el Estado se inventó en el siglo XVI para expulsar ese miedo que […] constituye la vida social.” Si se asume este planteamiento todo lo que viene después se hace plausible, incluyendo no sólo hablar, sino actuar dentro del orden legal del Estado como si se estuviese en guerra contra sus ciudadanos. Por esto es que el próximo paso argumentativo es muy fácil de darlo. Quien dice A deberá estar dispuesto a decir B. Si uno se ubica en esta cadena argumentativa será siempre muy complicado establecer su falacia. El siguiente paso al que me refiero es su defensa por la recuperación de la autoridad, principio que el Rector Peña, y aquí el enredo se hace intencional, lo rellena decididamente con “la capacidad de coacción, cuando sea necesario.” Y esta concordancia (autoridad/coacción) ni siquiera se relativiza cuando él pretende limitar la coacción de la autoridad a “buenas razones.”

Reconozco que el término autoridad no es fácil de definirlo y se tiende a superar esto resaltando lo que no es. De hecho, hablar de una autoridad coactiva es hablar sencillamente de un oxímoron en toda su perfección. Pero trataré de afirmar su sentido positivamente. En primer lugar, sobre la autoridad no se discute. Ella no necesita ni de la fuerza, del poder o del miedo para sustentarse. En sí misma la autoridad nunca puede ser coercitiva. Es más, estrictamente hablando su actualización ni siquiera requiere de un dictamen racional. “Es la autoridad, no la verdad, lo que hace la ley”, se puede leer en la obra clásica de Hobbes. El profesor de básica que se ve obligado a castigar a su alumno, lo hace porque precisamente perdió su autoridad, es decir, él perdió aquel “incuestionable reconocimiento” del niño del que esperaba obediencia. De la misma forma, mientras un gobierno arroje más soldados a las calles para recuperar la autoridad del Estado, más lo aleja de ella. Curiosamente cuando el periodista pregunta, ¿cómo se recupera el principio de autoridad que se pareciera haberse perdido?, la respuesta del Rector Peña aparece muy plausible: “Ejerciendo la autoridad, sin ninguna duda?” Pero no puedo evitar desconfiar en esta solución para la recuperación de la autoridad, aunque él lo diga. ¿En qué tipos de “ejercitaciones” está pensando?, cuando, en verdad, la autoridad como tal, no puede “ejecutarse”, como es el caso del poder, la fuerza o la violencia. Ella, como máximo, sencillamente se muestra a quienes están dispuestos a verla. Por lo mismo la autoridad espera consentimiento, nunca exige obediencia. Por supuesto este consentimiento no es ciego, pues se le entrega a personas o instituciones que saben más o tienen más experiencia (el niño frente al maestro o padre, el paciente frente al médico), que son guardadoras de una verdad trascendental que la he hecho mía (el creyente frente a los representantes de la iglesia), contenedores de un principio que se observa indispensable para la vida en común (el ciudadano frente al juez). En este sentido, el elemento asimétrico es lo constitutivo de la autoridad. Por esta misma condición de asimetría, el principio de autoridad es tan problemático y se hace tan inaceptable en aquellos espacios, como en lo político, donde todos los seres humanos son considerados como iguales en dignidad (ningún ser humano debe ser un instrumento ni de algo, ni de nadie) y capacidades (de acción y del uso de la palabra).

Finalmente, lo único que me queda es mirar al cielo y rogar que los representantes de la política (institucional) entiendan el origen del conflicto y decididamente le devuelvan a lo político su dignidad a través de la participación y que esto ayude para que la primavera chilena no se transforme de pronto en el otoño alemán.

Comentarios (1)

  • Alexis Olivero

    Creo que la sigla es SENAME no CENAME

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