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14 de Abril de 1931: Crónica del nacimiento de una república

Por Pablo Parry

#DeFrente

 

A 89 años del nacimiento de la II República Española, hito que marcaría los destinos del país europeo durante todo el Siglo XX y que encarnaría los sueños de toda una generación de revolucionarios, les dejamos una reseña histórica escrita por el historiador británico Anthony Beevor sobre los albores de la república tricolor y de la efervescencia social desencadenada tras la caída de la monarquía.

 

 


 

«Mucho antes de su caída, la monarquía se había evaporado en la conciencia de los españoles»

 

El 14 de Abril de 1931, el comité revolucionario, encabezado por el político ex-monárquico, católico y terrateniente cordobés Niceto Alcalá Zamora, se convirtió en el gobierno provisional de la República y su presidente en el Jefe del Estado Español.

 

Ante los hombres de la República se alzaban los inmensos retos, siempre pospuestos, que tenía planteados la sociedad española: La reforma agraria, la reforma militar, la cuestión catalana y las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Tenían, además, que modificar el sistema de enseñanza y fomentar la cultura si querían construir su «república de ciudadanos»

 

Y tenían que hacerlo en un escenario internacional adverso. La república empezaba su andadaura en el marco de la crisis más grave que ha conocido el capitalismo y que, aunque no golpeó a España con la misma intensidad que a los países más desarrollados, significó un duro golpe para la economía española. El marasmo del comercio internacional, la recesión y el paro retrajeron las inversiones en toda Europa y acrecentaron el miedo de los gobernantes a una revolución como la que había tenido lugar en Rusia en 1917. Las protestas por la carestía de la vida y la agitación social se resolvieron, en muchos países de Europa, con la proclamación de dictaduras y giros de los gobiernos democráticos a la derecha.

 

En este ambiente político, la caída de la monarquía y la proclamación d una República en España no eran precisamente bienvenidas. Se comprende, así, que la Banca Morgan cancelar de inmediato un préstamo de 60 millones de dólares que había concedido a la monarquía.

 

El régimen republicano heredaba, por otra parte, las consecuencias de los errores económicos de la dictadura de Primo de Rivera. Las obras públicas habían generado una deuda colosal, y la crisis de la peseta, que Calvo Sotelo no supo resolver, se había agravado porque los ricos, temerosos de que la República hiciera una reforma fiscal que les afectara, habían transferido parte de su dinero al exterior. Los empresarios y terratenientes, preocupados por las medidas que pudiera tomar el nuevo gobierno sobre la reforma agraria o la mejora salarial de las clases trabajadoras y acuciados por su propio imaginario de la «revolución social», cortaron inmediatamente toda inversión. Además, la elección de un socialista, Indalecio Prieto, como ministro de Hacienda y, de otro, Francisco Largo Caballero, como ministro de Trabajo no fue, precisamente, una medida tranquilizadora para ellos

 

Pese a todos estos condicionantes, los hombres del gobierno provisional, de personalidades complejas y procedentes de siete partidos distintos, se dispusieron a gobernar desde el primer día y, mientras preparaban la convocatoria a Cortes constituyentes para redactar la Constitución republicana, tomaron medidas de un calibre y de una profundidad desconocidos hasta entonces en España.

 

Durante los meses de abril, mayo y junio, el Gobierno no paró de promulgar decretos relacionados con la cuestión de la tierra. En espera de una ley de reforma agraria, prohibió expulsar a los arrendatarios de las fincas, obligó a los propietarios a no dar trabajo a jornaleros de otros municipios hasta que no lo tuvieran los del propio, forzó a los patronos agrícolas a cultivar la tierra según los usos y costumbres de la zona, aplicó al campo las mismas leyes de seguridad y protección de que gozaban los obreros industriales, incluida la jornada de ocho horas, y el sistema de jurados mixtos para arbitrar los conflictos laborales.

 

El 21 de mayo creó la Comisión Técnica Agraria para que redactara un proyecto de ley de reforma por el que pudieran asentarse cada año de 60.000 a 75.000 familias. Para dirigir este proyecto se creó un Instituto de Reforma Agraria que, por falta de presupuesto, no pudo ser dotado de forma adecuada a las imperiosas necesidades del campo: 50 millones de pesetas anuales, la mitad de lo que costaba la Guardia Civil.

 

El nuevo ministro de la Guerra, Manuel Azaña, acometió, a la semana siguiente de haber sido nombrado para el cargo, la reforma del estamento militar ofreciendo a generales, jefes y oficiales que lo desearan pasar a la reserva con la paga íntegra y los incrementos sucesivos que les hubieran correspondido de seguir en activo, redujo las dieciséis capitanías generales a ocho «divisiones orgánicas», suprimió el grado de teniente general, hizo revisar los ascensos por méritos de guerra, redujo el servicio militar obligatorio a un año y ordenó clausurar la Academia General Militar de Zaragoza que dirigía el general Franco.

 

La reforma militar no significó un verdadero saneamiento ni una modernización en profundidad del ejército, pese a lo cual fue esgrimida más tarde (la causticidad de Azaña dio también pie para ello) como un intento de triturarlo que justificaba, por sí solo, una rebelión. El Gobierno cometió, además, el error de mantener al general Sanjurjo al frente de la Guardia Civil, que seguía siendo un cuerpo represivo de resultados mortales. Justamente para evitar esas desgracias la República crearía la Guardia de Asalto (ya el nombre no presagiaba nada bueno), dotada con «defensas» (porras), pero que también disponía de armas de fuego; cuando tuvo que reprimir recurrió a ellas con los mismos efectos que la Guardia Civil.

 

La cuestión catalana adquirió un protagonismo inmediato. Las elecciones de abril habían dado el triunfo a Esquerra Republicana de Catalunya, el partido de clases medias dirigido por Francesc Maciá y Lluís Companys. El mismo 14 de abril, ambos políticos habían proclamado el nacimiento de una república catalana que veían inserta en una estructura federal del Estado. No era exactamente eso lo que se había negociado en el pacto de San Sebastián, y tres días después el gobierno provisional de la República envió a Barcelona a tres de sus ministros 7 para que negociaran con Maciá y Companys la vía que había de seguirse hasta que las Cortes aprobaran el Estatuto de Autonomía. Maciá aceptó, no sin reticencias, ser nombrado presidente del gobierno de la Generalitat de Cataluña por un decreto del 21 de abril.

 

Las relaciones de una República laica con la Iglesia católica no podían ser fáciles, entre otras cosas porque el Concordato de 1851 aún seguía vigente. Tan sólo quince días después de la proclamación de la República, el cardenal Pedro Segura, primado de España, había emitido una pastoral denunciando la voluntad del gobierno provisional de establecer la libertad de cultos y separar la Iglesia y el Estado. El cardenal exhortaba en su carta a los católicos a que en las futuras elecciones a constituyentes votaran contra los nuevos gobernantes que, en su opinión, querían destruir la religión. La prensa católica tomó partido en seguida: el órgano de la Acción Católica, El Debate, se dedicó a defender los privilegios de la Iglesia sin poner en tela de juicio la nueva forma
de gobierno, mientras que el diario monárquico ABC se alineó con las tesis más integristas.

 

Ante la rebelión de una parte tan importante de la Iglesia española, los gobernantes republicanos expulsaron del país al cardenal Segura y a otro clérigo irreductible, Mateo Múgica, obispo de Vitoria. Tras un extraño viaje de ida y vuelta, el cardenal Segura se instaló en el sur de Francia y dio instrucciones a sus sacerdotes para que, por medio de testaferros, vendieran bienes eclesiásticos y evadieran el dinero de España. El 3 de junio, los obispos españoles enviaron al presidente del gobierno provisional una carta colectiva denunciando la separación de la Iglesia y el Estado y protestando por la supresión de la enseñanza obligatoria de la religión en las escuelas.

 

Otra medida que no podía esperar más era la referente a la educación primaria porque el analfabetismo rondaba, todavía, el 45 por 100 de la población. Era necesario construir 27.000 escuelas para atender a un millón y medio de niños sin escolarizar. Por un decreto del 23 de junio, el gobierno provisional creaba 7.000 nuevas plazas de maestro incrementando sus sueldos en un porcentaje que variaba desde el 15 hasta el 50 por 100. Asimismo se ordenaba la construcción inmediata de 7.000 nuevas escuelas que debían costearse entre los ayuntamientos, que proporcionarían los terrenos, y el Estado, que abonaría el 75 por 100 de la construcción y pagaría los sueldos de los nuevos maestros.10 Se suprimía la obligatoriedad de enseñar religión en las escuelas públicas y se establecía la coeducación en la enseñanza secundaria.

 

Un mes antes, el 29 de mayo, se había creado el patronato de las Misiones Pedagógicas que, presidido por Manuel B. Cossío, debía llevar la educación y la cultura a todas las zonas rurales de España. La rapidez y la contundencia de estas medidas explicó mejor que cualquier discurso o manifiesto lo que las viejas clases dirigentes del país podían esperar de los nuevos gobernantes. Su reacción fue inmediata: había que acabar en seguida, por cualquier medio, con el régimen recién nacido antes de que fuera demasiado tarde. Tan sólo dos meses y medio después de ser proclamada la República, Manuel Azaña escribió en su diario: «Me informan de que a un capitán de artillería le han propuesto que ingrese en una organización dirigida por Barrera, Orgaz y no sé qué otro general para derribar la República».

 

Pero, al mismo tiempo que legislaba por decreto, el gobierno provisional tuvo que hacer frente a graves problemas de orden público que, obviamente, no habían desaparecido por ensalmo con sólo proclamarse la República. Durante los días 11,12 y 13 de mayo Madrid vivió una algarada en la que se incendiaron iglesias y conventos y se atacó la sede del diario ABC. En otras ciudades, como Alicante, Sevilla o Cádiz, se produjeron también tumultos e incendios, y en Málaga, además de iglesias y conventos, se atacó a la Unión Mercantil y a la Cámara de Comercio. Estos disturbios obligaron finalmente al gobierno provisional a decretar la ley marcial y reprimir con dureza a los revoltosos. Pero la derecha no olvidaría nunca la frase que se atribuyó a Azaña de que todas las iglesias de España no valían la vida de un solo republicano.

 

Aquel verano puso a prueba el temple de los gobernantes republicanos. El 6 de julio, la CNT que, para destruir el Estado, necesitaba obviamente acabar con el Gobierno, declaró la huelga en la Telefónica de toda España, paralizó las líneas de teléfonos de Barcelona y Sevilla y se lanzó a realizar sabotajes contra los intereses de la ITT norteamericana, propietaria de la Telefónica.

 

Los gobernantes republicanos mantuvieron el servicio en Madrid recurriendo a esquiroles de la UGT, enviaron a la fuerza pública y, presionados por el embajador de Estados Unidos en Madrid, avalaron el despido de los huelguistas. Como la huelga de la Telefónica había fracasado en la mayor parte de España, los anarcosindicalistas convocaron a la huelga general, que triunfó en toda la provincia de Sevilla el 20 de julio, tras el enfrentamiento entre la fuerza pública y los asistentes al entierro de un obrero en huelga que había sido asesinado por un esquirol. El enfrentamiento produjo siete muertos, incluidos tres guardias civiles.

 

El Gobierno decretó el estado de guerra el día 22 y la fuerza pública actuó con la brutalidad de costumbre: recurrió a la «ley de fugas» y hasta empleó la artillería, hubo 30 muertos y 200 heridos y los detenidos se contaron por centenares. Los trabajadores españoles, que tantas viejas esperanzas habían depositado en la «traída» de la República, advirtieron con estupor que ésta podía ser tan represiva como la Monarquía. La CNT le declaró la guerra abierta y se propuso derribarla a través de la revolución social. Pocos días antes, el 28 de junio, se habían celebrado las elecciones a Cortes constituyentes que dieron un triunfo rotundo a la izquierda y, sobre todo, a la conjunción republicano-socialista,13 de modo que el gobierno provisional quedó legitimado por las urnas.

 

Además de socialistas y republicanos, en las nuevas Cortes ocuparon sus escaños los representantes de la derecha y, también, un nutrido grupo muy representativo de la intelectualidad española ilusionada, aún, con la República. El 14 de julio se iniciaron las sesiones de las Cortes constituyentes, bajo la presidencia de Julián Besteiro, y el 29 de agosto Luis Jiménez de Asúa presentaba la primera redacción de la Constitución y se iniciaba su discusión artículo por artículo.

 

Se decidió que «España era una república democrática de trabajadores de toda clase» y, no sin enconados debates, «un estado integral compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones». Los mayores escollos aparecieron al discutir las relaciones del Estado con la Iglesia -el famoso artículo 26- y el artículo 44 sobre expropiación forzosa de tierras, que abría el camino a la reforma agraria.

 

La discusión de los artículos 26 y 27 de la Constitución, que en principio implicaban la disolución de las órdenes religiosas, suscitó una grave crisis que llevó a la dimisión de Alcalá Zamora y de Maura. Al final se llegó a un acuerdo -gracias al poder de convicción de Azaña- para que la disolución sólo afectara a la Compañía de Jesús, que, efectivamente, fue disuelta el 24 de enero de 1932 y sus bienes nacionalizados. Pero el artículo 26 preveía también que en el plazo de dos años el Estado dejaría de financiar a la Iglesia. Con una población de unos 150.000 religiosos (incluidos los seminaristas), que dependían de la asignación del Estado para vivir, la Iglesia se encontraba ante un problema nuevo, de difícil solución y, sobre todo, tenía que habérselas con una actitud nada sumisa por parte de los mandatarios del Estado, algo hasta entonces impensable para una institución que confundía su fe con la existencia misma de España.

 

José María Gil Robles, diputado católico por Salamanca, pidió, ya en aquellos momentos, una revisión completa de la Constitución. Y eso que la ley de confesiones y congregaciones religiosas, que prohibía a las órdenes religiosas que se dedicaran al comercio, a la industria y, sobre todo, a la enseñanza, no se aprobaría hasta mayo de 1933. El debate en las Cortes sobre el artículo 44 provocó las mayores disensiones entre los constituyentes y estuvo a punto de costar, de nuevo, la dimisión de Alcalá Zamora. Los socialistas habían redactado el borrador en el que se contemplaba la posibilidad de expropiar propiedades privadas si así convenía al interés nacional. La derecha y el centro pusieron el grito en el cielo.

 

Tras un forcejeo inacabable, se llegó a un acuerdo favorable a los redactores del artículo. En el fondo, lo que estaba en discusión era la reforma agraria y la expropiación forzosa de las tierras incultas, a lo que la derecha se negaba arguyendo que sería inoperante y el centro lo aceptaba con muchos matices. Por fin la Constitución fue aprobada el 9 de diciembre de 1931. Era una carta democrática que consagraba la supremacía del poder legislativo y amparaba un sistema de economía mixta. Su contenido era fácilmente asumible por la mayoría de partidos, pero no por los de obediencia católica, que veían en su laicismo un obstáculo insalvable.

 

Niceto Alcalá Zamora fue elegido presidente de la República y Manuel Azaña fue confirmado, el día 15, como jefe de un nuevo gobierno con el apoyo de republicanos, socialistas y liberales, pero con el rechazo de monárquicos y católicos. El gran perdedor fue el jefe del Partido Radical, Alejandro Lerroux, que aspiraba al cargo de Azaña pero fue vetado por los socialistas, que consideraban a su partido como corrupto y acomodaticio. Desde entonces, el viejo «emperador del Paralelo» buscaría sólo alianzas a su derecha.

 

El proceso reformista que habían puesto en marcha los hombres del gobierno provisional tuvo enemigos, dentro del sistema, por la derecha y por la izquierda. Entre ellos, los propios intelectuales, muy pronto desencantados con una República que, a su juicio, avanzaba demasiado aprisa. Pero, sobre todo, los representantes parlamentarios de los grandes propietarios y el clero, de las organizaciones patronales y del alto funcionariado civil y militar se aprestaron a detener la marcha del gobierno Azaña. Los outsiders del sistema parlamentario, monárquicos, fascistas y anarquistas, se pusieron a conspirar abiertamente contra él.

 

En octubre de 1931, los monárquicos alfonsinos, encabezados por Antonio Goicoechea, constituyeron Acción Nacional (más tarde Acción Popular), una federación en la que participaban Herrera Oria y Gil Robles, que no cuestionaban directamente la forma republicana. La difícil coexistencia entre los dos grupos dio lugar a una escisión de la que nació, en marzo de 1933, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de Herrera Oria y Gil Robles, y Renovación Española (RE), de Goicoechea, a la que se adhirieron otros monárquicos como Ramiro de Maeztu, Pedro Sáinz Rodríguez o José María Pemán.

 

La Comunión Tradicionalista agrupaba a los monárquicos carlistas que, en ocasiones, se asociaron a coaliciones de derecha en espera de que se produjera un pacto entre Alfonso XIII y su «rey» Alfonso Carlos. Las primeras manifestaciones del fascismo en España fueron recogidas por dos revistas: La Gaceta literaria, de Ernesto Giménez Caballero, y La conquista del Estado, de Ramiro Ledesma Ramos, publicada por un grupo fascista que se unió a las muy católicas y conservadoras Juntas Castellanas de Acción Hispánica, fundadas por Onésimo Redondo, para formar las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS). Hubo también un extraño partido fascista, aunque católico y monárquico, el Partido Nacionalista Español, fundado por el doctor José María Albiñana que apenas tuvo implantación y que acabaría integrándose en el Bloque Nacional de Calvo Sotelo. José Antonio Primo de Rivera (el hijo del dictador de los años veinte), Rafael Sánchez Mazas y Julio Ruiz de Alda fundaron el Movimiento Español Sindicalista que en octubre de 1933 sería refundado con el nombre de Falange Española.

 

Tras la proclamación de la República, los anarquistas se habían dividido entre los que preconizaban la línea sindicalista, como era el caso de los «treintistas» de Ángel Pestaña o de Joan Peiró, y los que constituían la FAI, como Juan García Oliver o Buenaventura Durruti, partidarios de la lucha contra el Estado y de ejercer una irresistible presión huelguística sobre los gobiernos (la «gimnasia revolucionaria») que llevara, cuanto antes, a la revolución social. En el Congreso confederal celebrado en Madrid en junio de 1931, los delegados rechazaron toda colaboración con la conjunción republicano-socialista y con la UGT y emprendieron su camino hacia la revolución desencadenando revueltas insensatas como, por ejemplo, la insurrección que llevaron a cabo e enero de 1932 en la cuenca minera de los ríos Llobregat y Cardener. Iniciada en Fígols, la insurrección se extendió a Berga, Sallent, Cardona, Súria y Manresa.

 

Liquidado el «comunismo libertario» en tres días por las fuerzas del ejército, el levantamiento sólo sirvió para que todos los mineros en huelga fueran despedidos. Pero los enemigos más peligrosos de la República eran, desde luego, los militares que conspiraban por dos vías. Una incluía a los generales Ponte y Orgaz y la otra estaba encabezada por el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Goded. Ambas coincidían en que el general Sanjurjo, director de la Guardia Civil, era el hombre indicado para encabezar un golpe de estado.

 

La ocasión para desencadenar el golpe la facilitaron dos cuestiones «sensibles»: los sucesos de Castilblanco y Arnedo -que tocaban el orden público- y la discusión en Cortes del Estatuto de Cataluña que tocaba la unidad de España. Castilblanco era un pueblecito de Badajoz que, en los últimos días de diciembre de 1931, estaba en huelga. Al tratar de restablecer el orden público, un guardia civil disparó su arma y mató a un lugareño. La reacción de los paisanos fue feroz: lincharon a cuatro números de la Guardia Civil. La espiral de violencia se puso en marcha y la Guardia Civil extremó sus rigores represivos en distintas localidades en huelga hasta que en un pueblo de La Rioja, Arnedo, hubo once muertos y treinta heridos, en lo que pareció una represalia por los guardias civiles muertos en Castilblanco. Azaña llamó a Sanjurjo, le reprochó la acción de la Benemérita, le destituyó del cargo y lo pasó a la inspección general de carabineros.

 

De las dos líneas conspirativas, Sanjurjo se decidió, al final, por la que dirigía Goded,23 de modo que la facción de los generales monárquicos se retrajo y esperó a verlas venir. Pero el Gobierno había sido informado de la preparación del putsch y tomó todas las medidas necesarias para que fracasara. Sanjurjo confiaba en que el golpe triunfara en Madrid y Sevilla y que produjera una reacción en cadena en todas las divisiones orgánicas. Pero en Madrid le esperaban Azaña y los guardias de Asalto. Sin embargo, el golpe tuvo éxito inicial en Sevilla, en gran parte debido a una Guardia Civil fiel a Sanjurjo. El general golpista se apoderó de los centros de telégrafos y teléfonos, declaró el estado de sitio y derogó todas las disposiciones relativas al orden público, poniéndolo bajo la jurisdicción castrense.

 

Con la guarnición sublevada, Sanjurjo cometió el error de esperar en Sevilla los resultados de su intentona durante todo un día, hasta que, al saber que el golpe había fracasado en el resto de España y tener que hacer frente a la huelga general convocada por los sindicatos sevillanos, trató de huir a Portugal con tan poca fortuna que fue detenido en Huelva. El Gobierno detuvo en Madrid a los principales conspiradores (entre ellos a Jóse Antonio Primo de Rivera y a Ramiro de Maeztu) y deportó a Villa Cisneros a unas 140 personas implicadas en el golpe de estado. En represalia contra los aristócratas que habían apoyado el golpe, el Gobierno decretó la incautación de las tierras de los grandes de España. Juzgó y condenó a muerte a Sanjurjo, pero le indultó inmediatamente y lo recluyó en el penal de El Dueso. Cuando Lerroux llegara a la presidencia del Consejo de ministros lo indultaría. Sanjurjo se exiliaría entonces en Lisboa para «organizar un movimiento nacional que salvara a España de la ruina y del deshonor».

 

La rebelión de Sanjurjo puso abruptamente sobre la mesa de las Cortes la amenaza que los militares suponían para la República, provocó una reacción en el cuerpo legislativo y lo hizo más diligente para aprobar algunas de las importantes leyes que estaban pendientes, entre ellas la de reforma agraria 25 y la del Estatuto de Autonomía para Cataluña. El año de 1933 empezó con mal pie para el gobierno Azaña. Durante los primeros días de enero, en el marco de la recurrente jacquerie andaluza, se desencadenó en Cádiz una oleada de violencia. Un pequeño pueblo de esta provincia, Casas Viejas, de larga tradición anarquista, vio en las revueltas «el día»; es decir, la llegada del comunismo libertario. El 11 de enero, un grupo de anarquistas quiso apoderarse del cuartel de la Guardia Civil, se produjo un tiroteo y murieron dos números.

 

Desde Cádiz enviaron más guardias civiles y de Asalto que procedieron a la detención de sospechosos y trataron de entrar en un chamizo en el que se encontraban, al parecer, algunos de los cabecillas, que dispararon y mataron a un guardia. Acto seguido empezó un tiroteo cruzado y la vivienda, que pertenecía a Francisco Cruz, un carbonero septuagenario conocido como «Seisdedos», fue sitiada por la fuerza pública. Ante la resistencia armada de los campesinos, el director general de Seguridad, Arturo Menéndez, envió a un capitán de Asalto, Manuel Rojas, con instrucciones de poner fin a la situación. Rojas ordenó incendiar la cabaña y disparar contra los que la abandonaban, y mataron a dos revolucionarios cuando huían del fuego. Pero lo peor fue que el capitán dio órdenes de matar a sangre fría a doce de los anarquistas del pueblo que habían sido detenidos.

 

Veintidós campesinos y tres guardias perdieron la vida en la tragedia de Casas Viejas.La derecha, que tantas veces había exigido mano dura, y que al principio vio con aprobación la acción de la fuerza pública, advirtió el potencial que aquellos hechos podían tener como arma política y se volcó, en el Congreso y en la calle, en acusar al jefe del Gobierno de obrar con extrema brutalidad. Rojas afirmó que había recibido órdenes expresas de matar a los revolucionarios y un capitán, manifestó que Azaña había dado órdenes personales de que los guardias dispararan «los tiros a la barriga». Cuando Rojas confesó, finalmente, la verdad, fue juzgado y condenado a veintiún años de prisión y Menéndez fue destituido de su cargo, pero la imagen de un Zana con las manos manchadas de sangre (y despistado en las Cortes) quedó fijada para siempre en el imaginario de la gente.

 

El debate en las Cortes sobre los hechos de Casas Viejas alimentó los argumentos de las derechas sobre la «rapidez» con que se avanzaba en la legislación social del campo y sobre las tendencias «socialistas» del Gobierno en la industria. Si las elecciones municipales de abril habían representado un golpe para el gobierno Azaña, las elecciones para el Tribunal de Garantías Constitucionales, en septiembre, confirmaron su débil posición parlamentaria. El presidente de la República decidió entonces encargar la formación de un nuevo gobierno al radical Alejandro Lerroux, pero éste no consiguió la confianza de la cámara.

 

En tales circunstancias, Alcalá Zamora encargó al socio de Lerroux, Diego Martínez Barrio, que formara un gabinete destinado a convocar nuevas elecciones. Ante la oportunidad de cambiar el signo del Gobierno, las derechas no republicanas se unieron el 12 de octubre en una coalición temporal llamada Unión de Derecha y Agrarios, que incluía a la CEDA, representante de los intereses de los grandes terratenientes, pero también de los medianos y pequeños propietarios agrícolas y trabajadores católicos. El principal partido de la coalición era Acción Popular, dirigido por Gil Robles, y formaban también parte de ésta Renovación Española, dirigida por Antonio Goicoechea, que representaba los intereses de los monárquicos alfonsinos, la Comunión Tradicionalista, que acogía a los carlistas, los «agrarios» y los católicos independientes.

 

El Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux se presentaba ante los electores como la gran fuerza moderadora y de centro que sabría compensar el desvío «socialista» que había experimentado la República durante sus dos primeros años, y para ello se ofrecía a pactar con derechas e izquierdas. La izquierda, en cambio, acudía dividida y atomizada a las urnas. Los socialistas, insatisfechos con el reformismo de sus socios republicanos y presionados por la UGT, que denunciaba los excesos represivos del gobierno Azaña, se desmarcaron de los republicanos de izquierda y acudieron prácticamente en solitario a las urnas. Los anarquistas, fieles a sus ideas antiparlamentarias, llamaron a la abstención.

 

Las elecciones se celebraron el 19 de noviembre de 1933, participaron en ellas por primera vez las mujeres y dieron la victoria al centro-derecha.28 En consecuencia, el presidente de la República encargó la formación del gobierno a Lerroux. El gabinete, compuesto sólo por radicales, necesitaba, sin embargo, el apoyo parlamentario de la CEDA para gobernar, lo que, claro está, tenía un precio. Gil Robles lo concretó en que las escuelas de la Iglesia siguieran funcionando, que se aparcara la Ley de Congregaciones, que se revisara la legislación laboral y que se detuviera la reforma agraria. Lerroux y Gil Robles acordaron también decretar una amnistía para todos los implicados en el golpe de estado del general Sanjurjo.

 

El acontecimiento más peligroso que ocurrió entonces fue la bolchevización del PSOE, dirigida por Largo Caballero. El 3 de enero de 1934, El Socialista declaraba: «¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal!». Diez días después, el comité ejecutivo socialista redactó un nuevo programa. Entre los puntos que alarmaron tanto al centro como a la derecha figuraban: la nacionalización de la tierra; la disolución de todas las órdenes religiosas y la confiscación de sus propiedades; la disolución del ejército, que sería sustituido por una milicia democrática, y la disolución de la Guardia Civil.

 

Tras la derrota electoral, Indalecio Prieto había ido perdiendo poder en el comité ejecutivo del PSOE, que ahora controlaba Largo Caballero. Desde entonces, los socialistas habían seguido un proceso de radicalización que les llevó a integrarse en las coaliciones obreras que, surgidas en Cataluña, habían llevado a la constitución de una Alianza Obrera en diciembre de 1933. El 3 de febrero del año siguiente, se constituyó un comité revolucionario dispuesto a que la insurrección contra el Gobierno tuviese «todos los caracteres de una guerra civil», y cuyo éxito dependiera «de la extensión que alcance y la violencia con que se produzca».

 

Largo Caballero hizo oídos sordos a las advertencias del depuesto líder de la UGT, Julián Besteiro, de que
semejante política era una «locura colectiva» y que tratar de imponer la dictadura del proletariado constituía «una vana ilusión infantil».Manuel Azaña también había advertido a los socialistas de que preparar una insurrección daría al ejército la excusa para intervenir de nuevo en política y aplastar a los trabajadores. Pero Largo Caballero hizo caso omiso de tales consejos.

 

Las Juventudes Socialistas comenzaron a armarse y a adiestrarse en secreto, como hacían los carlistas y también la minúscula Falange. En el mes de febrero de 1934, el Gobierno dispuso que los jornaleros instalados en tierras por las medidas de intensificación de cultivos tenían que abandonarlas antes del primero de agosto de aquel año, lo que produjo el desahucio de 28.000 braceros, de los cuales 18.000 sólo en Extremadura.

 

El 4 de mayo se devolvieron las propiedades incautadas a los grandes de España por el golpe de Sanjurjo y el 28 se anularon las leyes referidas a la protección de los trabajadores del campo, lo que redujo sus salarios a la mitad. Aquellos fueron los tiempos del famoso «comed República» que los terratenientes espetaban a los braceros hambrientos que buscaban trabajo. Ante las medidas de contrarreforma agraria, la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT), dependiente de la UGT, convocó, al empezar el verano de 1934, a los trabajadores del campo a una huelga general en toda España que sólo tuvo éxito en Cáceres, Badajoz, Ciudad Real y en algunas zonas de Andalucía.

 

Al convocar semejante huelga, sin respaldo posible en el Parlamento, los socialistas cometieron un grave error, porque echar un pulso al Gobierno en aquellas condiciones era insensato. Lo pagaron muy caro porque la represión consiguiente condujo a la detención de 10.000 braceros, fueron suspendidos cerca de 200 ayuntamientos socialistas, las represalias laborales fueron feroces y la FNTT quedó prácticamente desmantelada. Aquel verano fue escenario, también, de un enfrentamiento entre el gobierno central y el de Cataluña que traería desgraciadas consecuencias.

 

El 21 de marzo anterior, el Parlamento catalán había aprobado una «Llei de contractes de conreu» con la que se
trataba de facilitar el acceso a la propiedad a los arrendatarios de los viñedos catalanes,32 Los propietarios, agrupados en el Institut Agrícola Cátala de Sant Isidre, se oponían a estas reivindicaciones. La Ley de cultivos de la Generalitat establecía que la duración mínima del contrato había de ser de seis años y facilitaba, bajo
ciertas condiciones, la adquisición de la tierra por el arrendatario a precios de mercado. Pese a su moderación, la entidad patronal, apoyada por la Luga de Cambó, denunció la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales, que la anuló el 9 de junio. Cuatro días más tarde, el parlamento de Cataluña votó una nueva ley idéntica a la anterior, aunque la Generalitat estableció un diálogo con el gobierno central para no forzar las instituciones. El 2 de octubre de 1934, el entonces jefe del Gobierno Ricardo Samper, socio de Lerroux, defendió en las Cortes la ley negociada con la Generalitat, pero la intransigencia de la derecha, a la que le importaba más el fuero que el huevo, la rechazó y Samper se vio forzado a presentar su dimisión.

 

Él presidente Alcalá Zamora tuvo que gestionar aquella crisis de gobierno contra el clamor de las izquierdas que sostenían que la participación en el poder de una derecha claramente enemiga de la República hacía inútiles las Cortes y que había que proceder a disolverlas y convocar nuevas elecciones. Pero también tenía que contender con las derechas, que no sólo no querían que se disolvieran las Cortes, sino que aspiraban a tener presencia en el gobierno de la República.

 

Gil Robles advirtió que ya no iba a apoyar desde los escaños a ningún gobierno en el que no figurara la CEDA.
El propio Largo Caballero había reconocido el año anterior que en España no había peligro de fascismo, pero en el verano de 1934 la retórica de los caballeristas viró 180 grados. La táctica de gritar «que viene el lobo fascista» corría el riesgo de convertirse en una profecía autosatisfecha. Tras la protesta por un envío de armas a los socialistas asturianos, Gil Robles, el líder de la CEDA, anunció que «no podemos consentir por más tiempo que continúe este estado de cosas».33 A pesar de ser el partido con mayor representación parlamentaria, la CEDA no había recibido ningún ministerio, y Gil Robles dijo una semana más tarde que reclamarían su parte.

 

La UGT, que sospechaba de la falta de compromiso de la CEDA con la República (debido sobre todo a las cláusulas anticlericales de la Constitución), anunció a su vez que no respondían de su acción futura. Tras la caída del gobierno Samper el 4 de octubre, entraron en el nuevo gobierno de Alejandro Lerroux tres miembros de la CEDA, aunque no lo hizo Gil Robles.

 

Un PSOE radicalizado y dispuesto a rebelarse contra el Gobierno decidió desencadenar la huelga general revolucionaria.Otros partidos de izquierda y centro izquierda, estimando que se había entregado la República a sus enemigos, proclamaron que, a partir de aquel momento, rompían con las instituciones legales. El Gobierno se apresuró a declarar fuera de la ley la huelga general convocada por los socialistas y proclamó el estado de guerra en toda España.

 

La huelga general revolucionaria empezó el 5 de octubre y se extendió por buena parte del país. Largo Caballero y sus seguidores añadieron a la irresponsabilidad de su acción -«mezcla de ingenuidad práctica y de pedantería teórica» la torpeza de organizar un movimiento insurreccional sin haber elaborado ningún plan para hacerse con el poder, con lo cual no sólo la derrota de los trabajadores estaba cantada, sino que la huelga general tendría el efecto contrario al aterrorizar con toda seguridad a las clases medias que acudirían a buscar refugio en las filas de la derecha.

 

Cuando la UGT declaró la huelga general en Madrid, pidió a soldados y policías que se unieran a la revuelta, como si la capital de España fuera Petrogrado. Largo Caballero pudo comprobar que no se producía la revolución espontánea de las masas que él esperaba. Los huelguistas, algunos pistola en mano, trataron de ocupar el Ministerio de la Gobernación y algunas instalaciones militares, pero fueron neutralizados por la fuerza pública y no lograron paralizar la vida de la ciudad.

 

El día 8 ya habían sido detenidos casi todos los miembros del comité revolucionario. En Cataluña la huelga general tuvo éxito, pese a la abstención de la CNT, que no quiso saber nada de una «revolución» auspiciada por republicanos y socialistas. La izquierda nacionalista catalana estaba muy irritada por el retraso del gobierno central en hacer las transferencias a Cataluña que señalaba el Estatuto de Autonomía y vieron en la huelga revolucionaria la ocasión de avanzar hacia la independencia.

 

Tras sopesarlo mucho, a las ocho de la tarde del día 6 de octubre, el presidente Lluís Companys apareció en el balcón de la Generalitat para proclamar la creación de un «Estado catalán dentro de la República Federal Española», invitando al paso a los dirigentes políticos «antifascistas» de toda España a que se trasladaran a Barcelona para establecer un gobierno provisional. Lerroux dio órdenes al jefe de la cuarta división orgánica, general Domingo Batet, de que proclamará el estado de guerra y terminara con la sedición, pero Batet, que era un militar prudente, emplazó un par de cañones en la plaza de Sant Jaume y los hizo disparar con carga hueca. A las seis de la mañana del día 7, Companys se rindió.

 

El presidente de la Generalitat y sus seguidores fueron detenidos y procesados. El consejo de guerra dictó pena de muerte contra dos militares rebeldes y condenó a Companys a treinta años de reclusión por «rebelión militar». Manuel Azaña, que se encontraba accidentalmente en Barcelona y no había tenido ninguna participación en la insensata aventura de Companys, fue detenido también y enviado al buque-prisión Sánchez Barcáiztegui. El Estatuto de Cataluña fue suspendido sine die y el gobierno nombró a Manuel Pórtela Valladares gobernador general de Cataluña. La Ley de cultivos de la Generalitat fue anulada.

 

En el norte del país, la huelga general revolucionaria cuajó en las zonas mineras de León, en Santander y en Vizcaya. En Bilbao, durante los días 5 y 6 hubo enfrentamientos con las fuerzas del orden y en Eibar y Mondragón se produjeron 40 muertos, pero la llegada de tropas militares y el bombardeo de las zonas mineras a cargo de la aviación puso punto final a la revuelta.

 

En Asturias las cosas fueron muy diferentes. Un mes antes había tenido lugar allí una huelga en protesta contra la radunata de la CEDA celebrada en Covadonga y los ánimos estaban muy excitados. Asturias era, además, el único lugar de España donde la CNT se había adherido a la Alianza Obrera, cuyo comité dirigía el socialista Ramón González Peña, y donde los comunistas tenían alguna fuerza real. No, desde luego, aquella de que presumieron diciendo que ellos habían dirigido la revolución y que proporcionó a Franco la excusa para hablar de una «conjura roja».

 

Los 15.000 obreros (algunas fuentes dicen que 30.000) que tomaron parte en la rebelión estaban armados con fusiles proporcionados por Indalecio Prieto37 y con los que habían ido sacando subrepticiamente de las fábricas de armas de Éibar y de Oviedo. Contaban, además, con la dinamita de las minas, «la artillería de la revolución».

 

Lo primero que hicieron los sublevados, en la madrugada del día 5 de octubre, fue asaltar los cuartelillos de la Guardia Civil y los ayuntamientos. Ocuparon Mieres, Gijón, Aviles y algunos pueblos de la cuenca minera y enviaron columnas para apoderarse de Trubia, La Felguera y Sama de Langreo. El día 6 se plantaron ante Oviedo, defendido por una guarnición de unos mil hombres, que tomaron parcialmente luchando calle por calle y casa por casa. Los revolucionarios implantaron una comuna, sustituyeron la moneda corriente por vales firmados por los comités, requisaron los trenes y los vehículos de transporte, confiscaron edificios y organizaron los abastecimientos y la sanidad. Los más radicalizados asesinaron a unas cuarenta personas entre sacerdotes y miembros de las clases altas asturianas.

 

Era una guerra civil en toda regla, aunque limitada a una región. Como el país estaba bajo la ley marcial, el ministro de la Guerra recurrió al general Franco para que acabara con la rebelión. El general López Óchoa salió de Lugo con una fuerza expedicionaria y el día 7 llegó a Gijón el crucero Libertad acompañado de dos cañoneras que dispararon contra los revolucionarios mientras la aviación bombardeaba las cuencas mineras y Oviedo. El día 8 el
general Franco envió dos banderas de la Legión y dos tabores de regulares (compuestos por marroquíes mercenarios) al mando del teniente coronel Yagüe. Ese mismo día López Ochoa tomó Aviles. El día 11 la situación de los revolucionarios en Oviedo era desesperada: se habían quedado sin municiones y ya sabían que el intento revolucionario había fracasado en toda España.

 

Al anochecer del 12 de octubre el general López Ochoa reconquistó prácticamente toda la ciudad. El día 18 el nuevo presidente del comité revolucionario, Belarmino Tomás, negoció la rendición con el general López Ochoa a cambio de que los moros no entrasen en los pueblos. Sin embargo, desde el día 10, legionarios y regulares ya habían entrado en los pueblos de la cuenca como en territorio extranjero, llevando a cabo robos, violaciones y asesinatos a los que siguieron frecuentes fusilamientos de prisioneros in situ.

 

Y una vez desmantelada la comuna asturiana, las fuerzas del orden desencadenaron una represión salvaje en la que no faltaron los asesinatos a sangre fría, las torturas y las detenciones arbitrarias.La revolución de Asturias había durado sólo quince días, pero había costado alrededor de 1.000 vidas y enormes destrucciones. Miles de obreros fueron despedidos por participar en el levantamiento revolucionario, se dictaron veinte penas de muerte (sólo se ejecutaron dos) y se detuvo a miles de personas hasta que en enero de 1935 se levantó el estado de guerra.

 

El Gobierno ordenó sustituir por gestoras de su confianza los equipos de más de 200 ayuntamientos controlados por republicanos de izquierda y socialistas. Para la izquierda más sensata, la revolución de Octubre fue un desastroso error y un fracaso. Para la CNT, la comuna asturiana quedó como una gran esperanza frustrada de implantar el comunismo libertario. Para la derecha quedó claro que el ejército -columna vertebral de la Patria, como lo definió entonces Calvo Sotelo- era la única garantía contra el cambio revolucionario.

 

Pero, por encima de todo, el levantamiento había supuesto una profunda sacudida para la nación y un golpe casi fatal para la democracia en España. No cabe duda de que una insurrección tan violenta alarmó por igual al centro y a la derecha. El levantamiento, ciertamente, parecía confirmar a la derecha en su creencia de que debía hacer todo lo posible para impedir un nuevo intento de establecer la dictadura del proletariado, sobre todo cuando Largo Caballero declaraba que quería una república sin lucha de clases, pero que para ello era preciso que una de las clases desapareciera.

 

No necesitaba la derecha que se le recordaran los horrores que siguieron a la Revolución rusa y la determinación de Lenin de aniquilar a la burguesía. Con la derrota de la revolución de Octubre, la suspensión del Estatuto de Cataluña, la represión de los obreros y la disolución de los ayuntamientos de izquierda, se consolidó el predominio radical-cedista. La CEDA, sin embargo, creía que su peso en el gobierno Lerroux no era representativo de su fuerza y pugnaba por conseguir mayor representación. Gil Robles quería reformar la Constitución para abolir las disposiciones referentes a la prohibición de que la Iglesia controlara la enseñanza, pero si algo le quedaba al viejo radicalismo republicano era su veta anticlerical que se oponía a los designios de la CEDA.

 

Pero no por eso entró en crisis el gobierno Lerroux, sino porque, cuando Alcalá Zamora, ejerciendo su prerrogativa
constitucional, conmutó la pena de muerte a González Peña (aunque no a otros), la se opuso terminantemente al indulto. Lerroux tuvo que formar un nuevo gobierno y esta vez dio entrada en él a cinco miembros de la CEDA, con sólo tres de su propio partido.

 

Gil Robles pidió para sí la cartera de Guerra y nombró al general Fanjul subsecretario a Franco jefe del Estado Mayor Central, a Goded director general de Aeronáutica y a Mola le confió la jefatura del ejército de Marruecos. El nuevo gobierno se olvidó de la reforma agraria, desatendió la enseñanza pública, impidió la creación de nuevos impuestos que pudieran irritar a los ricos, aprobó una indemnización de 230 millones de pesetas para los grandes de España, devolvió a los jesuitas todas sus propiedades y mantuvo el estado de alarma en el país durante todo el año 1935.

 

Mientras tanto, la izquierda republicana iba tratando de rehacer sus filas. En diciembre de 1934, Azaña fue exonerado de toda culpa en los hechos de Octubre y puesto en libertad. En abril estableció un pacto de conjunción republicana en el que figuraban Izquierda Republicana, Unión Republicana y el Partido Nacional Republicano. En marzo de 1935 reapareció en las Cortes y comenzó una campaña de mítines-monstruo. El 26 de mayo pronunció un gran discurso en el campo de Mestalla (Valencia), luego otro en Bilbao y, el 20 de octubre, otro más en el campo de Comillas (Madrid) al que asistieron más de 300.000 personas.

 

En este discurso, Manuel Azaña puso los cimientos de la alianza electoral de las izquierdas que las llevaría al triunfo en las elecciones de febrero de 1936. Los socialistas, en cambio, siguieron dividiéndose. Prieto, exiliado en París por los hechos de Octubre, rompió con los caballeristas y trató de aproximarse, de nuevo, a Azaña. Largo Caballero salió de la cárcel, en noviembre, más bolchevizado que nunca, tras su primera lectura de las obras de Lenin y las visitas que le hacía en su celda Jacques Duelos, el representante francés de la Comintern.

 

El enfrentamiento con el ala prietista, que le obligó a dimitir como presidente del PSOE, selló el aborrecimiento que, desde entonces, sintió siempre por Prieto. La alianza radical-cedista se vino abajo a finales de 1935 por dos escándalos políticos. En octubre estalló el del estraperlo, que permitió al presidente de la República exigir la dimisión de Lerroux y encargar a Joaquín Chapaprieta, un hacendista preocupado por el gasto público, la formación de un nuevo gobierno. Pero al mes siguiente apareció otro escándalo de corrupción, el de Tayá-Nombela, que significó el tiro de gracia para el entero Partido Radical.

 

Gil Robles pensó que le había llegado la hora de gobernar, de modo que retiró su apoyo a Chapaprieta por sus intentos de reforma fiscal e hizo caer al Gobierno. Pero la jugada le salió mal. Niceto Alcalá Zamora, en parte por escrúpulos republicanos y en parte porque tenía la intención de impulsar la creación de un gran partido de centro, encargó la formación del nuevo gabinete a un hombre de su confianza, el ex gobernador de Cataluña Manuel Pórtela Valladares.

Corresponsal para Revista De Frente

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